No hay nada positivo que sacar de un suceso en el que murieron 45 judíos y otros 150 resultaron heridos. La fatal estampida registrada en el Monte Merón durante la fiesta de Lag BaOmer, el pasado viernes, ha conmovido a la judería mundial. Pero quizá haya brindado un cariz más humano a un sector de la comunidad, el ultraortodoxo, que a menudo es visto por el resto con suspicacia y hostilidad. Y quizá también permita a los jaredíes sacar algunas conclusiones acerca de su indisposición a someter sus actividades a la regulación estatal y a tener una mejor imagen de los judíos laicos, que desde todo Israel se volcaron en salvar vidas, prestar ayuda y confortar a las familias afligidas.
¿O quizá acabe siendo otra excusa para cebar la politización, culpar a las víctimas e insistir en las acres recriminaciones habituales?
En los días pasados desde la tragedia, cabe admitir como válidas ambas conclusiones. La reacción en Israel volvió a demostrar que en ese pequeño país se ve cualquier pérdida de vidas, y para qué hablar de una tragedia con cifras récord de fallecidos, como algo que afecta a todos los judíos, sean religiosos o no. Lo mismo cabe decir de la respuesta dada por las comunidades judías de otras partes del mundo.
La tragedia del Monte Merón fue una razón más para que aquellos que no pertenecen a esa atomizadísima amalgama de sectas y grupos dejen de ver en los ultraortodoxos un grupo monolítico de extraños inescrutables. Igual que Shtisel, ha humanizado a un sector de la comunidad judía poco comprendido por el resto. La exitosa serie de Netflix –básicamente, una buena telenovela– es especialmente notable porque permite a los judíos no ortodoxos pensar en los jaredíes como en gente normal y corriente, con virtudes y defectos parecidos a los del resto, aunque con unas creencias y costumbres que les hacen más exóticos, o directamente como gente de otro mundo.
Por desgracia, la desconexión entre los jaredíes y los demás judíos no es un accidente o mero fruto del prejuicio, aunque algo de eso hay. Si bien hay conspicuas excepciones, como Jabad, que ha hecho de la exposición pública un arte, el sector ultraortodoxo no está más interesado en ser comprendido (o estimado) por los laicos de lo que algunos de sus antagonistas están en hacer causa común con ellos.
De hecho, como ha destacado JNS, en el Monte Merón la negativa de los ultraortodoxos a permitir al Estado que regule la celebración anual de Lag BaOmer –igual que exigen autonomía para casi todo– fue uno de los componentes que condujeron a la tragedia. De la misma forma, no es probable que ningún Gobierno israelí, con independencia de quién lo comande, vaya a invertir el capital político necesario para forzar a los jaredíes a plegarse ante la voluntad de la mayoría, si es que le fuera posible hacerlo.
Tanto en Israel como en EEUU, los jaredíes viven separados del resto del mundo judío. Ambas partes se observan desde lo que parece una distancia insalvable. Para los no ortodoxos, los jaredíes, con sus costumbres y tradiciones distintivas, son el otro. En cuanto a los jaredíes, ven al resto de la población judía con el mismo desagrado, como la representación de todo lo que les lleva a temer y desconfiar del mundo exterior.
Aunque se suele hablar de la unidad judía y de la responsabilidad de que los judíos se hagan cargo los unos de los otros, la brecha entre los jaredíes y los demás desmiente ese discurso.
La rápida transición de la pena a la politización respecto de lo ocurrido en el Monte Merón refuerza la idea de que la división es insalvable. Y no sólo porque la izquierda esté tratando de culpar de las muertes al primer ministro Netanyahu y a su aliado Amir Ohana, el ministro de Seguridad Pública, así como a los partidos políticos jaredíes, cuya influencia garantiza que los ultraortodoxos ignoren las regulaciones públicas por doquier.
Quizá era inevitable ante un suceso que se ha producido en medio de una crisis política. Pero aquí no se trata de una exigencia de responsabilidades al uso, porque el contexto es el de la guerra cultural y religiosa, de la que son responsables ambas partes.
Que nadie se confunda: hay responsabilidades que pedir, y en el foco está la tendencia jaredí a ver al Gobierno del Estado de Israel como moralmente equivalente a los tiranos hostiles a los judíos que oprimieron a las comunidades de la Diáspora en el pasado. Este separatismo se ve reforzado por la hostilidad hacia los jaredíes por parte de otros judíos, que no sin razones consideran que aquellos se escaquean del deber de contribuir a la defensa del Estado y que drenan la economía nacional porque anteponen el estudio de la Torá el empleo productivo.
Así que, aun con todos los gestos de solidaridad y gratitud, lo más probable es que tras este desastre haya más división y no menos.
Pero quienes creen que en el fondo de la cuestión hay unas realidades políticas y culturales inmutables no deberían desesperar. Puede que, a corto plazo, la tragedia del Monte Merón no dé pie a una serie de reformas políticas o a un mejor entendimiento comunitario; sin embargo, la opinión extendida sobre la inmutabilidad de la referida división no es del todo correcta.
Es importante apartarse del frenesí informativo y observar con más amplitud la evolución de la sociedad israelí, así como las interacciones entre los jaredíes y los judíos no ortodoxos.
Aunque apenas se sepa en un sector no jaredí que tiene problemas para ver ahí nada que no sea un universo monolítico, la comunidad ultraortodoxa ha ido cambiado con los años. Poco a poco. Aunque su integración en la sociedad no está a la vista y hasta es improbable que suceda algún día, sería un error pensar que no se ha ido aproximando al Estado al que muchos de sus integrantes desprecian. El hecho de que los dos partidos ultraortodoxos, que en tiempos fueron férreamente antisionistas, aunque estuvieran dispuestos a tratar con el Gobierno israelí, ya no se presenten así da buena cuenta del cambio. También hay que tener presente que entre los miembros más jóvenes de la comunidad jaredí hay quienes están siendo formados para el desempeño de trabajos relacionados con la tecnología, que lentamente les permitirán vivir mejor y familiarizarlos con el mundo laboral.
A menudo olvidamos que Israel es un experimento para la reunificación de las comunidades judías con sólo 73 años de vida y que ha evolucionado de maneras no imaginadas en 1948. Pero la idea de que el tremendo crecimiento de la población jaredí, así como su insularidad y peso político, es una amenaza existencial para Israel no debería ser vista como inevitable, pues no tiene en cuenta que esa comunidad también cambia, aunque lo haga de manera muy lenta.
La preocupación sobre cómo evitar que se produzca un nuevo desastre como el del Monte Merón no es exclusiva de los judíos laicos y de aquellos a los que gustaría culpar al Gobierno. Todo aquel que piense que no habrá una reflexión al respecto en el seno de la comunidad jaredí está movido sobre todo por el prejuicio. Por terrible que fuera el fin de semana pasado, y por difícil que sea concebir avances hacia una mayor unidad, minusvalorar la capacidad de los judíos para superar problemas y sobrevivir ha sido siempre una mala apuesta, que no es probable que hagan quienes sepan cuál es la clave de arco de la historia judía.
© Versión original (en inglés): JNS
© Versión en español: Revista El Medio