Contextos

Oslo, 20 años después

Por Jonathan S. Tobin 

"Lo que pasó en los 90, primero cuando se disipó la euforia posterior a Oslo y luego cuando ésta fue sustituida por el horror ante la guerra terrorista denominada Segunda Intifada, fue la gradual toma de conciencia de que las ilusiones occidentales respecto al nacionalismo palestino estaban fuera de lugar. Pese a que Arafat indicó entonces que consideraba Oslo simplemente como un ardid diplomático para ayudarle a proseguir al conflicto en condiciones más beneficiosas, y no como una paz permanente, esto fue ignorado en buena medida por quienes promovían el proceso de paz""Cerrar los ojos al apoyo de Arafat al terrorismo no mejoró las posibilidades para la paz; sólo convenció a los palestinos de que no pagarían precio alguno por su intransigencia, y creó el escenario para la guerra terrorista de desgaste que acabó con el espejismo de Oslo. Repetir ese error hoy, mientras la instigación prosigue, sólo haría que se repitieran esos sangrientos resultados""También deben de dejar de creer en el mito de que los asentamientos israelíes siguen siendo el obstáculo para la paz. Tanto Oslo como la retirada de Gaza en 2005 (por no mencionar el tratado de paz con Egipto) han demostrado que los Gobiernos israelíes están preparados para ceder territorios, e incluso a desarraigar a comunidades judías asentadas desde hacía mucho tiempo""Mientras la diplomacia estadounidense siga empeñada en conversaciones con líderes palestinos que carecen de voluntad o capacidad para negociar un fin permanente del conflicto, en vez de centrarse en la cultura que hace inevitable esa intransigencia, estamos condenados a un ciclo de violencia iniciada por los palestinos y a la frustración diplomática"

En mi artículo anterior, escribí sobre el próximo 20º aniversario, a finales de esta semana, de la firma de los Acuerdos de Oslo. Pese a que el tratado ha sido desastroso para Israel, especulé con la idea de que, pese a que sus resultados eran eminentemente predecibles (lo fueron, de hecho, por los críticos del Gobierno laborista que negoció y firmó los Acuerdos el 13 de septiembre de 1993, sobre el césped de la Casa Blanca), podría haber sido inevitable que, tarde o temprano Israel decidiera poner a prueba las intenciones de los palestinos. Ahora la cuestión es saber si los israelíes y sus aliados norteamericanos están preparados para extraer las conclusiones adecuadas del experimento.

Lo que pasó en los 90, primero cuando se disipó la euforia posterior a Oslo y luego cuando ésta fue sustituida por el horror ante la guerra terrorista denominada Segunda Intifada, fue la gradual toma de conciencia de que las ilusiones occidentales respecto al nacionalismo palestino estaban fuera de lugar. Pese a que Arafat indicó entonces que consideraba Oslo simplemente como un ardid diplomático para ayudarle a proseguir al conflicto en condiciones más beneficiosas, y no como una paz permanente, esto fue ignorado en buena medida por quienes promovían el proceso de paz. Aunque no hay vuelta atrás al mundo anterior a Oslo, quienes llaman a ejercer más presión sobre Israel para que haga concesiones al sucesor de Arafat necesitan despertarse y dejar de cometer los mismos errores, mientras prosigue el intento del secretario de Estado John Kerry por resucitar las conversaciones de paz.

Lo primero es que dejen de pretender que los dirigentes palestinos han abrazado la causa de la paz. El hecho sigue siendo que el nacionalismo palestino nació en el siglo XX como reacción al sionismo, y su objetivo hoy en día sigue siendo tratar de revertir el veredicto que dio la historia en 1948. Hasta que eso no cambie, los dirigentes israelíes y sus aliados norteamericanos deben comprender que la conclusión del conflicto no está en las cartas.

Durante los años 90, mientras Oslo se venía abajo, diplomáticos norteamericanos, e incluso algunos políticos israelíes, insistían en ignorar no sólo las violaciones palestinas de los acuerdos, sino la campaña de incitación y odio contra el Estado judío orquestada por la Autoridad Palestina en sus medios de comunicación y en el sistema educativo cuyo control se le otorgó en el tratado firmado en el jardín de la Casa Blanca. Cerrar los ojos al apoyo de Arafat al terrorismo no mejoró las posibilidades para la paz; sólo convenció a los palestinos de que no pagarían precio alguno por su intransigencia, y creó el escenario para la guerra terrorista de desgaste que acabó con el espejismo de Oslo. Repetir ese error hoy, mientras la instigación prosigue, sólo haría que se repitieran esos sangrientos resultados.

También deben de dejar de creer en el mito de que los asentamientos israelíes siguen siendo el obstáculo para la paz. Tanto Oslo como la retirada de Gaza en 2005 (por no mencionar el tratado de paz con Egipto) han demostrado que los Gobiernos israelíes están preparados para ceder territorios, e incluso a desarraigar a comunidades judías asentadas desde hacía mucho tiempo. Pero hacerlo sólo simplemente animó a que los palestinos creyeran que podían derribar cualquier asentamiento, cuando no al propio Estado judío, si se mantenían firmes. Más que negociar un compromiso con buena fe, siguen atrapados en la idea de que la presencia judía es el problema, en vez de afrontar la necesidad de abandonar su secular guerra contra el sionismo.

Antes de Oslo, tanto los norteamericanos como algunos dirigentes israelíes malinterpretaron la cultura política palestina. El difunto Isaac Rabin pensaba que Arafat estaría tan ansioso por tener un Estado que combatiría contra Hamás, sin verse sometido al freno de la preocupación por los derechos humanos y a las florituras legales que obstaculizaban las estrategias antiterroristas israelíes. Eso fue un error, ya que no sólo atribuía a Arafat, erróneamente, un deseo de paz, sino que subestimaba cuán arraigado estaba deseo por la destrucción de Israel en la población de los territorios y en los descendientes de los refugiados de 1948. El secretario de Estado Kerry parece atrapado en los mismos errores de interpretación respecto a Mahmud Abás y la actual Autoridad Palestina, en buena medida a causa de que los palestinos están empleando la misma táctica de decir una cosa sobre la paz a los diplomáticos occidentales y los medios de comunicación, y otra distinta a su pueblo.

Mientras la diplomacia estadounidense siga empeñada en conversaciones con líderes palestinos que carecen de voluntad o capacidad para negociar un fin permanente del conflicto, en vez de centrarse en la cultura que hace inevitable esa intransigencia, estamos condenados a un ciclo de violencia iniciada por los palestinos y a la frustración diplomática.

Si hay una desconexión entre la creencia en los mitos sobre las intenciones palestinas por parte de los norteamericanos (incluidos muchos judíos), y el cinismo respecto a la cuestión mantenido por la abrumadora mayoría de israelíes, es porque estos últimos han estado prestando atención a los acontecimientos de los últimos 20 años, mientras que los primeros se han aferrado a sus infundadas ilusiones. Esa actitud realista es un síntoma de lucidez en un sistema político israelí que, a menudo, parece carecer de racionalidad. Pero los israelíes necesitan comprender algo más que ha ocurrido desde Oslo.

Israel ha pasado la mayor parte de los últimos 20 años haciendo continuas concesiones a los palestinos -empezando por reforzar a Arafat en Oslo-, que alcanzaron su cénit con la retirada de Gaza. Pero ha recibido escaso crédito por parte del mundo. La ironía es que dichas concesiones (así como diversas medidas, entre ellas la liberación de asesinos terroristas, como la obtenida del Gobierno de Netanyahu para proporcionarle a Kerry sus ansiadas negociaciones), en vez de ser interpretadas correctamente como un signo de que Israel deseaba la paz y estaba dispuesto a ofrecer unas condiciones generosas, fueron consideradas por la mayor parte del mundo como señal de una conciencia culpable. Muchos diplomáticos israelíes han creído que era contraproducente defender los derechos judíos sobre la Margen Occidental e, incluso, Jerusalén, y una discusión en la que una parte sólo habla de su seguridad más que de sus derechos está condenada a perderse.

Esto ha alimentado una tendencia en la que la deslegitimación de Israel ha aumentado desde Oslo, en vez de disminuir. Después de que Arafat rechazara un Estado independiente en casi toda la Margen Occidental, Gaza y parte de Jerusalén, algunos israelíes pensaron que su imagen negativa cambiaría. Estaban equivocados. La intransigencia palestina, que se repitió dos veces más cuando rechazaron ofertas aún más generosas en los años siguientes, no ha dañado su imagen ni aumentado las simpatías por Israel.

Detener esa corriente, por no hablar de invertirla, requerirá que los israelíes y sus amigos dejen de jugar a la defensiva en las disputas territoriales. Deben dejar de discutir sólo su ansia de paz (pese a que es genuina) y comenzar a afirmar de nuevo lo justa que es su causa.

Si alguna vez se produjera un cambio radical en la cultura palestina, que permitiera a una nueva generación de políticos pragmáticos hacer las paces, éstos encontrarían a los israelíes deseosos de negociar. Pero hasta que eso ocurra, tanto norteamericanos como israelíes harían bien en rebajar sus expectativas. Eso es especialmente cierto en el caso de dirigentes como Kerry, que parecen no haber aprendido nada de la historia reciente. La euforia por la paz que siguió a la firma de los Acuerdos de Oslo fue una trampa que condujo a años de inútil derramamiento de sangre. En los años que sigan a este aniversario la prueba que demuestre la capacidad de gobernar en Oriente Medio será evitar esa pauta de autoengaño que no sólo condujo a Oslo, sino que empeoró sus consecuencias.

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