Dejando atrás edificios y muros acribillados con metralla de mortero, llegamos a la berma. Con buldócers, los kurdos habían construido una gran berma que iba desde Telskuf hacia el sur. Cada cien metros aproximadamente, habían instalado puestos protegidos con sacos terreros, unas cuantas tiendas de campaña para que fungieran de dormitorios, una letrina y –si se podía– una especie de techo de cemento sobre un cobertizo para protegerse del fuego de mortero. Era un campo de batalla de la Primera Guerra Mundial en pleno s. XXI.
Podían incluso escuchar las comunicaciones del ISIS. Era asimismo un campo de batalla estático, otra semejanza con la Gran Guerra. Tras su avance inicial de agosto de 2014, el ISIS había sido en buena medida sometido a control y refrenado. Durante tres años, la línea de frente se mantuvo prácticamente inalterada a lo largo de cientos de kilómetros. El ISIS aguantó años en el territorio que había conquistado en apenas unos meses de 2014. Mosul, que cayó en un solo día, fue recuperado al cabo de un año. A finales de 2015, el ISIS seguía siendo una amenaza en Irak y podía llevar a cabo ofensivas limitadas.
“La última vez que vinieron, trajeron escaleras”, presumió uno de los combatientes. Mostró una foto de su móvil en la que aparecían dos hombres muertos vestidos de negro. Los había disparado mientras se aproximaban. Sus hombres salieron y quemaron los cuerpos. Estos tipos pasaban 20 días en casa y 10 en el frente. Todos eran voluntarios, con familias y empleos. Usaban rifles –incluso algún Dragunov soviético para francotiradores, que mostraban con especial orgullo– y fusiles AK 47 –la mayoría–. Cada posición contaba con un DShk, una ametralladora pesada que usó por primera vez el Ejército Rojo en 1938.
Para los combatientes, la librada contra el ISIS no era sino la última de una larga serie de guerras. “En los años 70 combatimos a Sadam con la ayuda de EEUU, Israel e Irán”, recuerdan algunos de los más mayores. “Pero EEUU y Kissinger nos traicionaron en 1975”. Otro hombre, que lucía un sombrero de cowboy, dijo: “Recuerda, los únicos amigos que tenemos son las montañas”. Y un tercer individuo, grande y gordo, recordó a sus camaradas que en 1946 la República Kurda de Mahabad, en Irán, había sido traicionada por los soviéticos. “Ahora somos independientes salvo en el nombre”. Esta era la madre del cordero ahí, en esa línea de frente en medio de la nada, en una tarde tranquila.
Mientras los del ISIS dormían, amparados por los fuegos que encendían con neumáticos empapados en petróleo para ocultarse de los aviones y drones de la coalición [internacional comandada por EEUU], los kurdos disfrutaban de su independencia. No había banderas iraquíes ahí. De hecho, tampoco las había desde Erbil a Dohuk. Para ellos, eso no era Irak. Por la mira de un Dragunov, miré hacia las posiciones del ISIS. “Ves, eso es un monasterio”, dijo uno de los hombres. Veíamos aldeas cristianas en lontananza. Esta fue una vez una tranquila zona agraria; en aquel entonces sufría los estragos de la guerra.
Pero ¿qué clase de guerra? Esperaba verlos temerosos y en un búnker, preocupados por el ISIS. Ahora bien, la famosa maquinaria de la guerra no se veía por ningún lado. Apena cae un par de proyectiles de mortero cada día, decían los hombres. El ISIS atacaba por la noche o, a veces, bajo un manto de humo. Pero los combatientes que enviaba a la lucha no eran veteranos sino fervorosos novatos extranjeros. Algunos parecen chinos, decían los kurdos. Uigures.
Los kurdos habían defendido su territorio y levantado una línea de frente. (…) Sólo tenían una petición. “Dadnos más armamento antitanque Milan”. Y es que no tenían nada que pudiera penetrar en los blindados Mad Max que el ISIS construía en las inmediaciones de Mosul. (…) “El problema es que sus combatientes quieren morir, y nosotros vivir”, dijo uno de los kurdos cuando nos íbamos (…)
Un corto viaje nos llevó de vuelta a los cuarteles generales, donde nos encontramos con el comandante (…) Sardar Karim. “Nuestra moral mejorará ahora que estáis aquí”, dijo. Pero no parecía que sus hombres necesitaran que los espoleáramos.
“La mayoría de nuestros comandantes lucharon contra Sadam, lo cual nos hace diferentes”. Karim recuerda cómo sus hombres liberaron el Kurdistán en los años 90. Ahora, su Peshmerga tiene unidades completamente regulares, cuatro brigadas de mil hombres cada una y divisiones desplegadas hasta Erbil, a lo largo de miles de kilómetros de frente. “En aquellos días, desde las montañas, combatimos a un régimen muy poderoso ayudado por países árabes y occidentales. Estábamos solos, pero no nos rendimos. Usaban gas venenoso. Pero nunca renunciamos a nuestros derechos”.
Los hombres evocaban los viejos tiempos, cuando no tenían armamento ni vehículos blindados. Pero en aquel entonces la unidad tenía un Humvee que capturó al ISIS durante la batalla de la presa de Mosul. El ISIS se la había capturado a su vez al Ejército iraquí en junio de 2014. “En agosto estábamos combatiendo y el presidente Barzani [Masud Barzani, presidente del Kurdistán iraquí] vino a ponerse al frente como comandante. Nos reorganizamos y luchamos. Conocíamos las tácticas del ISIS, y aguantamos tres días, hasta que llegaron los americanos”, recuerda el comandante. Los kurdos tenían ya más confianza y experiencia. Los miles de vehículos que el ISIS había capturado a los Ejércitos iraquí y sirio habían sido destruidos por la fuerza aérea norteamericana. Los kurdos habían empezado a recibir algunas armas extranjeras. El comandante dijo que algunas procedían de Bulgaria: “Todo el mundo sabe que estamos luchando no solo por nosotros mismos sino por todo el mundo, y necesitamos ayuda”. Pero no las tenían todas consigo respecto del apoyo de Occidente. “¿Por qué el Gobierno de EEUU se interesa más por los árabes que por los kurdos?”, preguntó el comandante. No supe responderle. Aunque se mostraban seguros en sus posiciones, temían que el ISIS hubiera capturado equipo del Ejército iraquí en Ramadi. Un oficial dijo que el ISIS disponía ya de drones.
Al lado de los Peshmerga había otra casa, ocupada por una unidad cristiana denominada Fuerzas de la Planicie de Nínive. Lucían la bandera de los dos ríos iraquíes [el Tigris y el Éufrates] típica de los asirios, y decían que eran cristianos desplazados de Mosul y Nínive. Algunos estaban viviendo en Erbil y se enrolaron. Llevaban ocho meses en Telskuf procurando protección a esa localidad cristiana.
Los voluntarios cristianos eran más jóvenes que los peshmergas, casi todos ellos padres de familia de treinta o cuarenta años. Confiaban en que los “americanos” cambiaran su “plan estratégico” y liberaran los pueblos cristianos de la planicie de Nínive. Para los combatientes cristianos, eran tiempos difíciles. Se lamentaban de que habían tenido que comprar sus propios rifles y de que sus familias vivían como desplazados. “Las cosas estaban mal ya antes del ISIS. No teníamos agua corriente y sufríamos ataques islamistas. Había terrorismo contra las fuerzas norteamericanas, y 17 cristianos perdieron la vida”.
Al Qosh es una de las aldeas cristianas más icónicas y ancestrales de Nínive. Se asienta en una cadena montañosa que se impone sobre las llanuras de Mosul. Yendo hacia allí topamos con las primeras banderas iraquíes de todo el viaje. Las Planicies de Nínive están técnicamente fuera del Kurdistán iraquí y son Irak, pero no había fuerzas federales a la vista. La histórica aldea alberga una sinagoga milenaria con la tumba del profeta Nahum. Íbamos en su busca pero acabamos en una casa adornada con estatuas de la Virgen y de Jesús, así como con un mural de los Apóstoles. Basima Safar, una mujer de mediana edad, dijo que era su hogar y nos invitó a un café. “Soy pintora”, dijo. “Sigo aquí”, añadió, señalando a las llanuras y a la línea de frente, a solo unos kilómetros de distancia. Dijo que antes del ISIS al pueblo acudían periodistas y turistas. Con independencia de lo que pasara, dijo, se quedaría.
Quizá ni el mismo profeta Nahum pudiera encontrar su propia tumba en Al Qosh (…) Nosotros la buscamos en vano, hasta que dimos con un anodino edificio en ruinas con tejado metálico, que de hecho era una suerte de andamiaje de protección. Sorteamos un muro y accedimos al patio de la antigua sinagoga, lleno de escombros. Apenas visible, había un bloque verde de mampostería del tamaño de una mesa. Esa era la tumba a la que iba la gente a rezar. En uno de los muros había una inscripción en hebreo. Ahí, en Irak, donde sólo quedaban un puñado de judíos, estábamos ante ese pedazo de historia de uno de los múltiples pueblos que una vez conformaron el mosaico de Nínive. Hubo un tiempo en que los judíos vivían en lugares como Erbil y Mosul, en Bagdad y en Faluya. Fueron centros judíos de gran importancia en antigüedad: allí se compuso el Talmud de Babilonia. Ya no. Ya no hay judíos, como tampoco están los cristianos aniquilados por el ISIS y las yazidíes masacradas y violadas [por el propio ISIS]. Esa tumba en ruinas en uno de los pocos vestigios que quedan de la vida judía en el lugar.
© Versión original (en inglés): The Algemeiner
© Versión en español: Revista El Medio
NOTA: Este texto es un extracto de After ISIS: America, Iran and the Struggle for the Middle East, el libro que Seth Frantzman acaba de publicar con la editorial Geffen.