La revolución siria está a punto de entrar en su quinto año. Y, pese a la pérdida de muchas vidas y al caos reinante en el país, el régimen de Bashar al Asad sigue en pie y no hay soluciones a la vista.
Si Asad hubiera accedido a las peticiones de los manifestantes al inicio del levantamiento, podría haber evitado la catástrofe actual. Pero el hecho mismo de emprender reformas democráticas y socioeconómicas habría arriesgado la propia existencia de su régimen. Por tanto, el presidente sirio optó por responder a las protestas con la fuerza, y Damasco comenzó a acusar a Israel, a Estados Unidos y a sus aliados en la región de conspirar en su contra.
En cuanto a la oposición siria, ha caído en manos de grupos islamistas que la controlan. Los más destacados son los Hermanos Musulmanes y desertores del régimen que abrazan una mezcla de baazismo y nacionalismo árabe. La oposición, representada por el Consejo Nacional Sirio (CNS) y por el Comité de Coordinación Nacional (CCN), no logra representar los intereses del pueblo sirio. Como consecuencia de esa desorganización, los opositores no han sido capaces de ponerse de acuerdo en una hoja de ruta para el futuro de Siria.
Hay una serie de razones para el auge de los grupos islamistas radicales en Siria. Una de ellas es que el movimiento islámico se hizo con el control del CNS y, posteriormente, del CCN. Además, el apoyo económico de ciertos países árabes y de Turquía, en vez del de Occidente, ha contribuido al alza de los islamistas.
Pero el auge de estos grupos favorece la estrategia y de los intereses del régimen. La causa siria ya no es de los sirios. Ni el régimen de Asad ni la oposición son capaces de colaborar para hallar una solución de la crisis; tan sólo forman parte de la misma. En cambio, diversas potencias internacionales están utilizando Siria como campo de batalla, con Rusia e Irán de parte de Asad y Estados Unidos, Europa y los países árabes del Golfo apoyando a la oposición. El respaldo de Washington a ésta ha sido limitado. Quiere garantizar su continuidad, pero no necesariamente su éxito; al menos, hasta que la región se estabilice y haya una solución viable que aplicar.
Tras la declaración del denominado Estado Islámico, el interés internacional se ha centrado en el extremismo violento en Siria e Irak. Además, los recientes atentados cometidos en Francia contra Charlie Hebdo y una tienda kosher han impulsado aún más a la comunidad internacional a combatir a los grupos terroristas que operan en Oriente Medio. Si bien esta brutal violencia debe ser condenada y extirpada, centrarse exclusivamente en esos grupos es no reconocer una verdad fundamental: esas organizaciones extremistas y el régimen de Damasco están vinculados.
Desde el inicio del conflicto sirio, el régimen de Asad ha tratado de presentarse como socio en la lucha global contra el terrorismo. Su delegación en la conferencia de Ginebra II trató de recalcar esa pretensión, pero sin éxito. El régimen se ha beneficiado de la creciente ola de extremismo no sólo dentro de sus fronteras, sino también en el extranjero, pues ésta desvía la atención de sus propios crímenes.
La crisis siria seguirá descontrolándose cada vez más si la comunidad internacional no actúa con presteza. Las aspiraciones de la la oposición de establecer la democracia en la Siria post-Asad no es más que una farsa. De hecho, una vez caiga el régimen, puede que haya unas elecciones con urnas y gente haciendo cola para votar. Pero, ¿cómo va a haber una verdadera democracia en un país que jamás ha tenido cultura democrática ni ha garantizado los derechos de las minorías, y en el que una sectaria guerra civil está entrando en su quinto año? Dado que el modelo de Gobierno centralista de los últimos 70 años ha fracasado, depende de la comunidad internacional el actuar e imponer un nuevo orden político y federal en Siria.