Contextos

Israel, verano de 2012

Por Marcel Gascón 

"Me acerqué e hice bajar a doña Paula. Le dije que ya no nos veríamos y le di un abrazo. Ojalá nos volvamos a ver, y ella contestó que sólo Dios lo sabe, pero vuelve a Israel""Haifa me pareció aún el país polvoriento y provisional, a medio hacer, el Israel que más me gusta""Los israelíes de América son uno de los tipos de judíos de más interés, por la gravedad y la consecuencia de su compromiso con un país asediado e incómodo al que eligieron emigrar dejando atrás casi siempre seguridad, prosperidad y familia y amigos""Cae la tarde y se acerca el inicio de shabat. Sentado en las escaleras frente a la explanada del Muro veo crecer la afluencia de gentes""La autovía es espléndida, y el orden fascinante del tráfico y las luces la manifestación más bella de la prosperidad. No hay nada más emocionante que cruzar en coche una ciudad de noche"

El mes de agosto de 2012 pasé en Israel tres semanas como voluntario civil en el Tsahal. Lo que siguen son cinco de las estampas más emocionantes del viaje.

1

Normalmente trabajábamos en la nave de los tanques. Pintábamos las herramientas oxidadas, barríamos el suelo de arena y hojas secas o cargábamos de mochilas los blindados para los soldados que partían a maniobras o combate. Una mañana nos enviaron al otro extremo de la base. En uno de los barracones blancos un grupo de jubilados israelíes doblaba y clasificaba por tallas los chalecos y hacía inventario. Vivían en la zona y venían voluntariamente todas las mañanas a ayudar a su Ejército. A cambio desayunaban gratis con los soldados, y quizá también comieran. Bien expuestos al aire benéfico del ventilador industrial, montábamos las mochilas que después cargaríamos a los tanques: dos chalecos, un antibalas, una máscara antigás, cantimplora y juego de cubiertos, botiquín y casco. Las apilábamos sobre palets y la señora Paula cantaba canciones de amor de la Argelia que dejó atrás en ladino, en árabe, en español y en francés. Le seguían más tímidamente las demás mujeres, todas sefardíes de Turquía, el Medio Oriente o el Magreb, y Paula paseaba arriba y abajo abrazando y haciendo bromas con su pelo largo blanco y los pantalones bombachos a tonos amarillos. Los varones rusos, bonachones e ingenieros, sonreían abrumados, felices y resignados ante el espléndido matriarcado oriental. A los rusos les hacía gracia que viviera en Rumanía. Había ucranianos de las tierras de frontera y hasta sabían alguna palabra de rumano. “Romanescos gente buena”, me gritaba doña Paula. El último día al entrar al comedor los vi subiendo al microbús que les llevaba de vuelta a casa. Me acerqué e hice bajar a doña Paula. Le dije que ya no nos veríamos y le di un abrazo. Ojalá nos volvamos a ver, y ella contestó que sólo Dios lo sabe, pero vuelve a Israel. Me deseó suerte, mucha suerte, y a mí me parecía que me deseaba vida, toda la vida que ella tenía. Los israelíes, gente nerviosa pero caliente, me dijo muy precisa en su español inexacto.

2

En las calles empinadas carteles en ruso y negocios viejos, sin brillo. Haifa me pareció aún el país polvoriento y provisional, a medio hacer, el Israel que más me gusta. Sobre las aceras en obras de una calle comercial pregunté por la estación. Enseguida se hizo un corro, y mientras una amazona en mallas me explicaba cómo llegar en español latino de telenovela, vendedores ociosos de carcasas de móvil me asaltaban a preguntas. Qué hacía aquí, de dónde venía, por qué el Ejército y cómo es Israel. Los rusos del albergue de soldados y su líder yemení nos sacaron a bailar. No pude tener más suerte y había una fiesta remember de los 90. Recuerdo perfectamente los pechos y la sonrisa de la rubia de top rosa. Y la apabullante seguridad, la ligereza fácil y densísima al hablar, al reír, al bailar. Decía Pla de su petite juive que tenía el don de comprender la vida. Los judíos de después del triunfo sionista tienen el don de vivirla. Por la mañana nos llevaron a la playa. Dicen que hay dos tipos de playa en Haifa, la de los jóvenes y la de los viejos. Nosotros fuimos a la de los viejos, porque estaba más cerca del hotel, era shabat y el yemení que mascaba hoja de qat no quería tomar el bus. Bajo sombrillas en la arena y a pleno el sol en el paseo marítimos jugaban al ajedrez decenas de jubilados, tal vez rusos. Todos en paños menores, un calzón mínimo sobrio y monocolor, la piel quemada y el gesto concentrado en la partida, impasible ante los curiosos. En la playa familias corrientes con neveras y radios y abuelos viejísimos de pura fibra jugando a raqueta o haciendo flexiones, el pino y series frenéticas de abdominales.

3

Era sábado por la mañana y salí a buscar el Fink’s. Un día lluvioso y gris de Jerusalén el inverosímil Lanzmann salió a la calle a buscar aliento. Lanzmann estaba tan triste como el día y fue a parar al Fink’s, un bar centroeuropeo de corte popular del barrio centroeuropeo de Rehavia. En una de las mesas encontró a un viejo conocido, diputado de la Knesset. Con él se sentaba una belleza enigmática, melancólica y profunda, cuya mirada tristemente lúcida e inteligente impresionó a Lanzmann. Olvidada su tristeza en los ojos de la mujer, se puso a maquinar cómo volver a verla. El diputado podía ser su amante, pero también su único camino hacia ella. Le llamó –no iba a llamarle, el hombre que terminó Shoah–, quedaron y Angelika Schrobsdorff y Claude Lanzmann acabaron casándose en Jerusalén. La berlinesa de Jerusalén Angelika Schrobsdorff llevaba a cuestas una historia terrible y conmovedora de asimilación, huida y obligada conciencia de lo que se es de las que sólo tienen los judíos y ocurren contra todas las fronteras en el ancho mundo. Aquella mañana hacía sol y yo había salido a buscar el Fink’s. Desde la ciudad vieja donde dormía caminé hasta Rehavia por las calles desiertas. Si Rehavia fue feudo de la clase intelectual alemana del nuevo Estado hoy parece serlo de la burguesía rica, conservadora y conscientemente sionista llegada de América. Los israelíes de América son uno de los tipos de judíos de más interés, por la gravedad y la consecuencia de su compromiso con un país asediado e incómodo al que eligieron emigrar dejando atrás casi siempre seguridad, prosperidad y familia y amigos. Hablé con varios jóvenes de esa categoría en Jerusalén, no sé si aquella mañana, y quedé admirado de su educación,  su seriedad y la limpia claridad de sus planes e ideas. Pero yo estaba buscando a Lanzmann y Angelika, y como no había nadie por las calles entré a una lujosa pensión a preguntar. El bar había estado cerca, sí, pero ya no quedaba nada y un nuevo Fink había abierto en la calle del Rey Salomón. Volví allí paseando después de hacer el arco a todo el norte, de los barrios de los religiosos laicos nacionalistas y conservadores de kipás bordadas a los ultraortodoxos pudientes de barrios residenciales, y de éstos a los medievales de cuadro de Mea’ Sharim. En la avenida del Rey Salomón encontré finalmente el Fink’s. Desde fuera no parecía más que un barecito agradable y moderno, de los que salen en las guías turísticas para viajeros de las ciudades. Estaba cerrado por shabat y era mi último día en Jerusalén, pero allí no estaban Lanzmann y Schrobsdorff.

4

Cae la tarde y se acerca el inicio de shabat. Sentado en las escaleras frente a la explanada del Muro veo crecer la afluencia de gentes. Bajan a mi lado los cien mil ultraortodoxos, sombreros simples de fieltro negro y aparatosos de piel de búfalo, pantalón hasta el tobillo o calcetines a la vista, los zapatos siempre sobrios y el abrigo, el batín, negro liso o abigarrado. Bajan a mi lado familias de nacionalistas religiosos, camisas azules o blancas de manga corta y las elegantes kipás bordadas, limpios y despejados, recién duchados y acicalados. Bajan turistas y adolescentes judíos americanos, matrimonios argentinos y grupos de niños etíopes. El sol se ha puesto. Ya es shabat y se va haciendo oscuro. Dentro del recinto masculino del Muro los barbudos con sombrero se entregan al rezo. Ya casi no cabe nadie. El silencio del atardecer se vuelve murmullo, contenido pero festivo. Es de noche y veo a lo lejos el Muro iluminado frente a la multitud. De una esquina del perímetro se escuchan canciones en hebreo. Un grupo de soldados baila cogido de la mano moviéndose en círculo. Ya’aseh shalom, ya’aseh, shalom aleinu ve al kol Yisrael… Y los soldados suben a hombros a los niños ultraortodoxos, que se ponen la boina militar y dejan sus sombreros negros a los muchachos de verde oliva. Judíos norteamericanos se abrazan a australianos, a rusos, laicos sin adscripción indumentaria a sionistas religiosos. Y bellas muchachas de película de Hollywood, por un rato con vestidos recatados y quizá la cabeza cubierta, se asoman sonrientes desde la sección femenina.

Jerusalén es durante casi 24 horas un desierto donde la gente se saluda –shabat shalom– y es difícil comprarse un agua. Cuando el sol del sábado se pone la ciudad sale a la calle a celebrar su judaísmo. Las tiendas abren hasta pasada la medianoche en el lujoso pasaje del centro y jamás he visto una explosión de vida más hermosa que la de la calle Ben Yehuda. Jóvenes guapos y bien vestidos cantan a la guitarra, bailan y se ríen, tocados con sus kipás los chicos. Una guapísima judía americana con la estrella de David al cuello me sirve un excelente bocadillo de salmón con una enorme sonrisa y toda la diligencia. Un judío iraní atiende una tienda de antigüedades. Hizo la guerra del Yom Kippur y su hijo está destinado a Gaza. Apoyados en la puerta me agradece el compromiso y vemos sonrientes el despliegue de optimismo.

5

La estación de autobuses de Tel Aviv es un lugar horrible y vivísimo. Como en todo Israel, en cualquier volante de taxi o detrás del mostrador más oscuro se pueden encontrar historias personales para hacer películas. En una de las múltiples esquinas sórdidas de la estación central de autobuses, ante el paso constante aquel domingo de soldados cargados con sus mochilas, vendía bollos un cincuentón con pendiente calvo y delgado, todo vestido de blanco. Le hablamos en inglés y preguntó de dónde. Llevábamos un holandés y le contó que había trabajado en bares de Ámsterdam, y se dirigió a mí en ladino cuando supo que era español. Su familia había emigrado de la capital sefardí de Salónica justo a tiempo de no morir a manos de la turba nazi. Después de vivir en muchos lugares seguía hablando ladino y despachaba en un mostrador cualquiera de la estación central de autobuses.

A la entrada frente al Mediterráneo ondea siempre una raída bandera pirata. Suenan sin parar canciones de Elvis Presley y se exponen, con largas ausencias del vendedor libertino, sombreros mexicanos, muebles y lámparas viejas y mil tesoros de la historia mínima del Estado sionista. Aquí un óleo enorme de Ariel Sharón, fotos enmarcadas de Beguin y Ben Gurión. Hay menorás de todo tipo y postales de Tel Aviv en sus primeros años. Hay shekels viejos, discos de Elvis y anuncios antiguos de Coca-cola en hebreo.

Volvemos al barrio de la estación por última vez, para ir al aeropuerto. Hace una noche cálida y cerrada, sofocante como la luz de las farolas, tan amarilla. Es después de la expulsión de cientos de eritreos y sudaneses pero los negros aún dominan las calles. Los colores son fuertes, como una tele con la barrita del contraste al máximo. Frente a la estación del tren que nos llevará a Ben Gurión me asomo al tráfico de debajo del puente. A lo lejos los imponentes rascacielos, las luces frenéticas de los coches abajo y el cartel verde con la flecha blanca a la derecha que anuncia la calle de La Guardia. Bajamos a las vías pero el tren no viene y decidimos tomar un taxi. Somos tres y hay una mujer rubia en el asiento del copiloto. Le pregunto si baja y me dice divertida que viene con nosotros. Es la mujer del taxista. Avanzamos con las ventanillas abiertas, hablan entre ellos en hebreo y se ríen. Me gusta la gente que no separa el placer del trabajo, contra la moda de eso de desconectar como si el trabajo no fuera también una parte de la vida. Adelantamos matrículas amarillas por el carril de la derecha. La autovía es espléndida, y el orden fascinante del tráfico y las luces la manifestación más bella de la prosperidad. No hay nada más emocionante que cruzar en coche una ciudad de noche.