La historia de los hispanohablantes en Israel no es homogénea y principalmente difiere según la procedencia. La trayectoria de los judíos latinoamericanos, en su mayoría descendientes de ashkenazíes (judíos europeos), es ciertamente muy diferente de la de los judíos sefardíes, que vivían sobre todo en los países árabes de la cuenca mediterránea.
En los orígenes del Estado de Israel, los sefardíes –entre los que encontramos hispanoparlantes– no tuvieron apenas protagonismo. Son los ashkenazíes los que crean e impulsan el movimiento sionista. Serán también los que lleven a cabo las grandes aliyot (olas de inmigración) y construyan los kibutzim y las ciudades, organicen la autodefensa, la administración de las instituciones nacientes y la gestión de la inmigración. El germen del Estado judío está en Europa –”En Basilea creé el Estado judío”, dirá Herzl días después del primer congreso sionista (1897)–, y serán los judíos europeos, sin ninguna duda, los principales protagonistas.
En las postrimerías del nacimiento del Estado de Israel, los judíos latinos, descendientes de judíos europeos, tendrán un papel más activo que los judíos sefardíes.
Las primeras aliyot importantes de judíos latinos datan de 1923. Hasta 1942 emigraron judíos de Argentina, Brasil y México, pero no superaron el millar. Es a partir del Primer Congreso Sionista Latinoamericano, celebrado en Montevideo en 1945, cuando empiezan los grandes movimientos migratorios latinoamericanos. Los judíos latinos llegan en barco a la Tierra Prometida, y dejarán emotivos testimonios como el del pionero Menajem Karmi:
Esta noche ya no dormimos. Las luces de Haifa nos deslumbraron más que todo el oro que vimos en Curaçao. Miramos el Carmelo como si lo hubiéramos conocido de verdad y como si lo hubiésemos añorado no sólo espiritual sino físicamente, con lágrimas en los ojos y palpitaciones en el pecho. Larga fue la noche que estuvimos anclados.
Los judíos procedentes de Latinoamérica fundan kibutzim a lo largo y ancho del joven país, se integran en la nueva sociedad y trabajan día a día para hacer florecer el desierto.
Con el devenir de los años, los olim (inmigrantes) latinos formaron organizaciones de todo tipo, como OLEI (Organización Latinoamericana-Española en Israel), fundada en 1951 para la protección y asistencia de los nuevos inmigrantes; la Cámara de Comercio Israel-América Latina, creada en 1964, o la Aielc (Asociación Israelí de Escritores en Lengua Castellana), surgida en 1985.
Latino será, por cierto, el primer embajador israelí en España, Samuel Hadas, judío de origen argentino.
Quien quiera profundizar en esta cuestión puede acudir al libro Los latinoamericanos en Israel, de Iosef Rozen y Florinda Goldberg.
La historia de los hispanohablantes sefardíes es bien diferente, un relato teñido de drama y dificultades. La llegada masiva de sefardíes y misrajíes (judíos de tradición sefardí, pero en su mayoría procedentes de Iraq, Siria y Líbano) se produce después de la Guerra de la Independencia (1949): cerca de 850.000 judíos huyeron o fueron expulsados de los países árabes y musulmanes, en un proceso que se alargó hasta 1978 (en 1948 había en Marruecos 250.000 judíos, hoy son apenas 4.000).
Su absorción fue una de las cuestiones más controvertidas de los primeros tiempos del moderno Estado de Israel. Se debatía si había que asumir una inmigración tan masiva, ya que el Estado, que acababa de sobrevivir a un conflicto que le costó el 1% de su población (6.373 personas), ni siquiera contaba con recursos suficientes para los que ya eran ciudadanos. Ben Gurión defendió a capa y espada uno de los principios fundamentales del Israel moderno: sería un hogar abierto a todos los judíos del mundo. Pese a que siempre hay que dejar un tiempo prudencial para examinar los grandes sucesos históricos –según apuntó, exageradamente y no sin gracia, el primer ministro chino Zhou Enlai, cuando le preguntaban en 1970 qué pensaba sobre la Revolución Francesa y él contestaba que era muy pronto para opinar–, esa decisión volvió a dejar claro que aquel anciano despeinado y carismático nacido en Polonia era el líder judío más importante desde el rabino Yehuda Hanasí (el Príncipe), a quien debemos el origen del Talmud.
Israel cumplió su cometido y los refugiados judíos encontraron un hogar en su tierra ancestral. Pero ahí no manaba leche y miel, y menos para ellos.
Los sefardíes hispanohablantes, provenientes principalmente del Marruecos español y, en menor medida, de Túnez y Argelia, llegan con lo puesto a un nuevo Estado que no les recibe precisamente con té y pastas. A la mayoría se les asignan trabajos que requieren muy poca cualificación y se les aloja en pueblos y ciudades nacientes, como Ashdod, o desérticas, como Beer Sheva. (A medio camino entre Galilea y el desierto de Judea se encuentra Beit Shean, un pequeño y acogedor pueblo que acogió a numerosos judíos hispanomarroquíes y que cuenta con una preciosa sinagoga fundada por éstos a su llegada. El rito que profesan es exactamente el mismo que se sigue en las actuales comunidades sefardíes de España).
Que los ashkenazim dominaran las finanzas, la política y el ejército y, en cambio, que los sefardíes fueran relegados a puestos de trabajo y destinos poco cualificados era algo irremediablemente lógico. Los judíos europeos, aparte de ser los que se remangaron y lucharon para dar forma al país, poseían títulos universitarios, un gran bagaje intelectual y ya tenían relación con las prácticas propias de un sistema democrático. Los sefardíes, en cambio, se dedicaban al comercio y muy pocos habían accedido a la educación superior; y no habían conocido las libertades propias de un sistema garantista en sus países de origen. Además, los judíos pudientes que vivían en el norte de África se decantaron mayoritariamente otros destinos, como Francia, Canadá, Venezuela o Estados Unidos.
El contraste fue dramático para la conformación de la sociedad israelí, y aún hoy, aunque existe total integración de sefardíes y misrajíes, se perciben esas diferencias primigenias. Así, todavía no ha habido ningún primer ministro sefardí. Cuando le pregunté a Nathan Sharansky sobre el monopolio ashkenazí sobre tal cargo, me contestó que no queda tanto para que esta realidad sea cosa del pasado. Amir Peretz, nacido en Marruecos, parecía el candidato idóneo, pero vio cómo su carrera política terminaba abruptamente luego de su mala gestión como ministro de Defensa durante la Segunda Guerra de Líbano (2006). Saúl Mofaz, misrají proveniente de Irán, también estuvo cerca, pero a él le perdieron las luchas políticas intestinas.
Mucho menos resistencia han opuesto otras instituciones del Estado, empezando por el Ejército: una de sus unidades más prestigiosas, la legendaria Golani –que participó en la histórica Operación Enttebe–, está formada tradicionalmente por sefardíes y misrajíes.
Pese al perfil bajo de los hispanohablantes en la formación de Israel, existen figuras prominentes que ya forman parte de la historia del Estado judío. Como por ejemplo la bailaora Silvia Durán, de origen español, distinguida con la Orden del Mérito Civil concedida por el rey de España, o Moshé Saúl, divulgador del ladino y de la cultura sefardí. El anterior ministro de Educación, Guideon Saar, es de origen argentino, como también lo es el mundialmente famoso y muchas veces controvertido compositor Daniel Barenboim, el empresario propietario del Canal VIVA, Yair Dori, y el popular cantautor Shlomo Idov.
En el campo de la política, destaca sin duda el que fue segundo embajador de Israel en España y ministro de Exteriores durante la conferencia de paz de 2000 (Camp David II), Shlomo Ben Ami. Ben Ami nació en Tánger en 1943 y en 1955 emigró junto a su familia a Israel. Es un historiador y escritor de prestigio y preside actualmente el Centro Internacional de Toledo por la Paz.
No obstante, Isaac Navon es sin duda el sefardí hispanohablante más emblemático de la historia del moderno Estado de Israel. Descendiente por línea paterna de judíos de Zaragoza, expulsados en 1492 y establecidos en Jerusalén desde 1670 –jamás dejaron de hablar español–, ostentó la presidencia del país desde 1978 hasta 1983. (Moshé Katzav, judío misrají, también alcanzó la jefatura del Estado, pero acabó dando con sus huesos en la cárcel por acoso sexual y violación). Implicado desde su juventud en la empresa sionista en la tierra de Israel, en 1951 se convirtió en secretario de Ben Gurión, al que enseñó español para que pudiera leer El Quijote en su lengua original.
Después de dejar la presidencia volvió a la política activa. En 1984 ganó un escaño en la Knéset y fue nombrado viceprimer ministro y ministro de Educación y Cultura en el Gobierno de unidad nacional formado después de las elecciones de ese año. Posteriormente corrió a cargo de la organización de los actos celebrados con ocasión del quinto centenario de la expulsión de los judíos de Sefarad, y firmó el primer acuerdo cultural entre Israel y España. En 2005 quedó en el puesto 108 en la encuesta del Yediot Aharonot sobre los 200 israelíes más grandes de la historia.
Sea como fuere, los casos que acabo de citar son excepcionales. Los sefardíes hispanohablantes participan de la vida y el desarrollo de Israel, pero no son protagonistas.
En la última gran reunión de los que hablan español en Israel, orquestada gracias a los cantautores Joaquín Sabina y Joan Manuel Serrat, que llenaron el Nokia Arena el pasado 21 de junio de 2012 e hicieron del estadio del Maccabi Tel Aviv una suerte congreso latino, fue fácil percatarse de que la comunidad hispanohablante está más viva que nunca en Israel y que, a pesar de las dificultades del pasado, tiene ante sí un futuro prometedor.