Evaluar a figuras contemporáneas de la escena internacional es un asunto peliagudo. Reflexionar de forma adecuada sobre lo que ha hecho un hombre lleva su tiempo, y los juicios basados en un conocimiento breve a menudo resultan erróneos. Así fue cómo, en mayo de 1997, muchos occidentales e iraníes occidentalizados pensaron que el recién elegido presidente de Irán, Mohamed Jatamí, iba a transformar la República Islámica.
Ciertamente, Jatamí tenía su atractivo. Era un mulá dotado de curiosidad intelectual, y cuya formación como clérigo no había borrado de él el afecto hacia sus compatriotas: temperamentales, poéticos, lascivos, irreverentes, tiernos y afanosamente creativos. Su obra más reveladora, Bim e Mawj (“Miedo de la ola”), muestra un sorprendente viaje intelectual para un clérigo revolucionario. A veces de manera efusiva, a menudo a regañadientes y, a veces, involuntariamente, rinde homenaje al poder intelectual y moral del incomparable pensamiento occidental.
Sin embargo, los estudiosos serios de Irán deberían haber sabido que el movimiento reformista de Jatamí estaba destinado a ser aplastado. La fuerza de la fe fanática iraní no es un fenómeno atmosférico, que requiera de un preciso barómetro para medir sus variaciones. El Irán revolucionario no es sutil. Los revolucionarios más poderosos han sido decididos, valientes, crueles, y, a menudo, locuaces.
Alí Akbar Hashemi Rafsanyaní, anterior mayordomo de los clérigos políticos y, en numerosas ocasiones, salvador de la Revolución islámica en sus primeros y oscuros días, es un torrente de palabras. Ningún mulá ha reflexionado de forma tan abierta y orgullosa sobre el destino de Irán y sobre el suyo propio (a menudo, ambos son inseparables). Rafsanyani – que ha actuado como mentor del nuevo presidente iraní, Hasán Ruhaní, más que ninguna otra persona- pasa apuros para tratar de ocultar sus mayores logros. En su interminable biografía nos hace saber que la República Islámica expulsó a los norteamericanos de Beirut en 1983 y que él, no el ayatolá Jomeini, fue quien estuvo tras la fatídica decisión de proseguir la guerra contra Sadam Husein (1980-88) después de que los iraníes hubieran expulsado a los iraquíes de suelo persa en 1982.
Rafsanyani pronunció tantos discursos en los años 80 y 90 que nos ha proporcionado un maravilloso mapa del punto de vista táctico y estratégico de un clérigo revolucionario ultrapragmático. Nos ha mostrado -de forma mucho más completa de lo que jamás hubiera podido hacer el anterior presidente, Mahmud Ahmadineyad, negacionista del Holocausto- cómo los clérigos de la clase superior consideran que los judíos dominan Estados Unidos y Occidente. Escuchar a Ahmadineyad hablando de los judíos es oír a un devoto chií populista, cuya visión del mundo se formó en las calles y campos de batalla de la guerra irano-iraquí. Uno escucha hablar sobre los judíos a Rafsanyani y lo que oye es a un mulá sofisticado: es Stephen Walt y John Mearsheimer acelerados.
Los observadores occidentales de Irán, lo mismo que sus homólogos iraníes occidentalizados de dentro del país, que cada vez están más ciegos, deberían haber sabido que el decisivo apoyo de Rafsanyani a Jatamí no suponía que el primero contemplara una primavera reformista. Nadie debería haberse soprendido porque Rafasanyani retirara su apoyo cuando el movimiento reformista comenzó a cuestionar verdades sagradas e instituciones de la Revolución islámica.
Con Jatamí, al menos, a los observadores occidentales se les podía perdonar en parte su error de apreciación. Éste dio paso a un momento de introspección nacional que afectó a la élite dirigente y a sus hijos. ¿Pero con Hasán Ruhaní, el comisario de Rafsanyani durante más de 20 años? Después de tanto tiempo y de las evidencias existentes, ¿por qué, en nombre de Alá, tantos periodistas, académicos y miembros de think tanks occidentales lo recibieron como a la gran esperanza con turbante blanco, como antaño hicieran con su patrón?
Resulta un giro intelectual divertido el que tantos observadores internacionales parezcan haber combinado una peculiar visión realista del sistema político iraní con un considerable toque de la ingenuidad propia de la época de Jatamí (esta combinación puede verse en la reciente entrevista de Christiane Amanpour a Ruhaní en la CNN, que recordó a su amable y alentadora entrevista a Jatamí de hace 15 años). A saber: como Ruhaní no es Jatamí, un intelectual etéreo, y como es discípulo de Rafsanyani, el maestro clerical definitivo, entonces será capaz de manejar el sistema, especialmente al Líder Supremo Alí Jamenei y a su Guardia Revolucionaria. Según esta teoría, sólo alguien leal al régimen podría convencer al Líder y a sus guardias, que supervisan todo el programa nuclear, de renunciar a la posibilidad de convertir su uranio enriquecido y su plutonio separado en armas nucleares. La economía vence a la fe, al menos para los que son como Ruhaní y Rafasanyani, cuyo pragmatismo implica comprometer los ideales islámicos.
Suena bien, hace que un occidental piense en China y en sus comunistas convertidos en colegas capitalistas. Por desgracia, carece por completo de sentido histórico.
A diferencia de Jatamí, que pretendía reflexionar sobre el lado oscuro de la Revolución islámica, Ruhaní no hace ni reflexiones ni confesiones. Estaba con Rafsanyani en la Asociación de Clérigos Combatientes a mediados de los 80, cuando esa organización discutía si Irán debía ir en busca de un arma nuclear. No resultaba sorprendente que no hubiera voces discordantes en una época en la que la República Islámica perdía a decenas de miles de jóvenes al mes luchando contra los iraquíes. Todos estaban a favor de las armas nucleares.
Estaba también junto a Rafsanyani después de que a Sadam Husein los norteamericanos lo dejaran sin colmillos en la primera guerra del Golfo, cuando el entonces presidente iraní decidió financiar en serio el intento clandestino de construir armas nucleares. Estados Unidos, y no el Irak de Sadam, era ahora la principal preocupación. Fue Rafsanyani, con Ruhaní a su lado entre bambalinas, quien dirigió la investigación nuclear en los años 90. EEUU y otros aliados occidentales tuvieron información precisa al respecto procedente de desertores iraníes del programa nuclear. Nunca se cuestionaron las intenciones de la República Islámica en materia atómica. Los iraníes iban detrás de un arma nuclear, nosotros lo sabíamos, y ellos sabían que lo sabíamos.
Puede que sea pecata minuta señalar que Ruhaní ha mentido de forma sistemática acerca del programa nuclear; ha afirmado que éste siempre ha sido pacífico y que ha respetado las directrices del Organismo Internacional para la Energía Atómica (OIEA). El nuevo presidente iraní estuvo al frente de las negociaciones sobre la cuestión nuclear entre 2003 y 2005, en su momento más complicado. A finales de 2002, el programa nuclear clandestino de Irán quedó al descubierto, y George W. Bush, a quien temían en Teherán, reunía hombres y armas para invadir Irak. Ruhaní hizo lo que pudo (con mucho éxito, si lo consideramos retrospectivamente) por mantener en marcha el programa nuclear sin enfadar a Occidente, especialmente a los norteamericanos. La suspensión temporal del enriquecimiento fue una muestra de flexibilidad ante un poder militar superior, lo mismo que la decisión de Jamenei de suspender temporalmente la investigación del empleo de energía atómica con fines bélicos en las instalaciones militares de Parchin.
En realidad, aunque los iraníes no lo supieran, la probabilidad de que Bush extendiera la guerra a un segundo miembro del “eje del mal” -la República Islámica- era prácticamente nula. Cuando Teherán empezó a cuestionar las intenciones de los norteamericanos a causa de las dificultades en Irak, la confianza iraní creció, lo que se puso de manifiesto en el rápido y evidente avance en el enriquecimiento de uranio en Natanz. Si se interpretan correctamente, las memorias nucleares de Ruhani -él también piensa en la posteridad- son el prolongado cri de coeur de un sofisticado clérigo revolucionario contra sus subordinados, los hombres a quienes el Líder Supremo había sido tan insensato de permitir ser el rostro público del programa nuclear.
El reciente triunfo de Ruhaní en las presidenciales no fue la victoria de la moderación y de la racionalidad en la política iraní, pese a que él mismo se ha fijado esas palabras en la frente con pegamento permanente. Fue el triunfo de la clase, de los clérigos revolucionarios de buen gusto y (ligeramente) mejor economía, frente a las masas que apoyaron a Ahmadineyad. La principal acusación de Ruhaní contra estos vulgares militantes fue que habían permitido a Europa y a Norteamérica unirse en contra de la República Islámica. Vistos en retrospectiva, los esfuerzos clandestinos de Rafsanyani y de Ruhaní, y la abierta estrategia de “divide y conquistarás” de éste último y de Jatamí parecían mucho más efectivos, al menos desde el punto de vista del nuevo presidente iraní, quien sostuvo la dudosa afirmación de que la República Islámica podría haber conseguido un estatus nuclear avanzado sin tener que sufrir sanciones.
En 2003, la República Islámica adoptó la decisión, desesperada pero calculada, de abrir sus instalaciones nucleares conocidas a la inspección del OIEA. El régimen mintió posteriormente sobre la planta de enriquecimiento de uranio de Fordow (excavada en una montaña) y sobre la de separación de deuterio y plutonio de Arak, pero también permitió cierto acceso a ellas al OIEA, una vez se descubrieron dichas instalaciones. Eso suponía que la intención del régimen de desplegar miles de centrifugadoras bajo las narices de los inspectores del organismo provocaría en último término una enorme tensión con el OIEA y con Occidente. El régimen siguió mintiendo respecto a su programa, especialmente sobre la investigación clandestina con fines armamentísticos que sabemos que tuvo lugar antes de 2003 y que, probablemente, prosiguió a continuación. Este historial de falsedad estaba destinado a avivar las intenciones sancionadoras de Washington y París, las dos figuras fundamentales en la imposición de medidas económicas contra Teherán.
La situación actual es que si la producción de centrifugadoras sigue a los niveles actuales, para mediados de 2014 el régimen tendrá una capacidad crítica de una semana, lo que significa que podría tomar uranio enriquecido al 20% y convertirlo en una bomba en siete días. Con lo que juega Ruhaní es con que Washington y París no están preparadas para ir a la guerra. En cambio aceptarán concesiones limitadas -con las que sólo se retrasará la fecha en la que la República alcance la capacidad crítica-, a cambio de una significativa ayuda económica.
Ahora sólo quedan unas pocas y grandes incógnitas: ¿Ruhaní cree que retrasar la capacidad crítica tiene más sentido, desde el punto de vista económico y estratégico, que avanzar rápidamente hasta tener capacidad nuclear? Una ventana crítica de una semana convertiría a Irán en potencia nuclear de facto. (Una ventana más amplia sería suficiente, en realidad, ya que las probabilidades de un ataque norteamericano o israelí contra las instalaciones nucleares están disminuyendo rápidamente). Los franceses, que tan tenazmente se han opuesto a Teherán, pero que también son prácticos, ¿se mantendrían firmes con las sanciones si vieran que la República Islámica estaba a siete días de tener una bomba y que Estados Unidos no había mostrado ninguna intención de actuar de forma preventiva? Sin los franceses, el régimen de sanciones se vendría abajo en Europa, y con él cualquier esperanza estadounidense de privar a Teherán de los fondos suficientes para ir tirando alegremente, el estándar económico de todo líder iraní desde Jomeini. ¿Decidiría Ruhaní que retrasar la fecha crítica hasta 2015 o 2016 valdría la pena, fuesen cuales fuesen las rebajas de sanciones que Teherán pudiese obtener ahora, siempre y cuando la capacidad nuclear por la que Jamenei y él han luchado tanto no se viera comprometida? Si así fuera, ¿estarían de acuerdo Jamenei y la Guardia Revolucionaria?
Sin una amenaza creíble de ir a la guerra por parte de Norteamérica, si Jamenei no desmantela -y no sólo retrasa- su programa nuclear, no es probable que las próximas negociaciones acaben bien. Podrían convertirse en una mera farsa, como ya hemos visto en algún otro lugar de Oriente Medio.