Moscú no es capaz de olvidar su derrota en Afganistán, y su apoyo a milicias yihadistas extremistas como los talibanes, y vuelve a la arena política, pero con menos fuerza que antaño. Su histórica presencia en Siria y su apoyo político, militar y de inteligencia al partido Baaz desde la época de Hafez al Asad ha brindado a Moscú una nueva oportunidad de barajar las cartas en la zona. Rusia tiene ahora las llaves de la solución, puede servirse de su derecho de veto en el Consejo de Seguridad de la ONU para bloquear cualquier resolución en contra del déspota de Damasco y de su régimen, que sigue cometiendo atroces crímenes contra la humanidad.
Rusia ha dejado de lado los principios morales ante las violaciones contra los derechos humanos. Apoya militar y económicamente a los mulás de Irán, cuyo programa nuclear defiende. Esta relación o matrimonio de conveniencia entre Moscú y Teherán y su alianza con el régimen de Damasco se ha puesto de manifiesto durante la crisis siria. Realmente, Rusia no está defendiendo a Asad y su régimen; más bien defiende sus intereses y su futuro en Oriente Medio. Es sabido que tiene una base militar en Tartus, así como un centro de inteligencia, y expertos y oficiales que trabajan con el Ejército sirio. Además, sus exportaciones a Siria han aumentado en los últimos seis meses, mientras el país árabe sigue siendo un mercado activo para su industria bélica.
Moscú es consciente de la importancia geopolítica de Siria, y tiene muy en cuenta a Israel y Turquía; todo ello le ha animado a jugar la carta baazista ante los países de la zona y ante Europa y Estados Unidos. También es consciente de que Siria es un vivero de terroristas y yihadistas, y teme profundamente la marea fundamentalista, sobre la que se encaraman fuerzas extremistas islamistas que operan en su propio territorio y le plantean problemas. Por eso no permitirá que Asad caiga, como pretenden estadounidenses, franceses, británicos, turcos y saudíes. Busca una solución que sirva a sus intereses, de ahí que se haya mantenido firme en su postura antes de la conferencia de Ginebra. Es posible que incluso permita que el líder sirio se refugie en Rusia, y que participe con Washington, Londres, París y Riad en el trazado de un nuevo mapa del país y en la formación de un Gobierno de transición, compuesto por miembros de la oposición y elementos del antiguo régimen, a cambio de que pueda seguir influyendo en Siria a través de sus socios comerciales y sus expertos. Al mismo tiempo, dicha estrategia ayudaría a los rusos a recomponer sus relaciones con las demás potencias mundiales, deterioradas desde la guerra de Yugoslavia (1999).
En cuanto al líder de Hezbolá, Hasán Nasrala, sólo le faltaba mostrar su miedo a la revolución y a la caída de Asad y el partido Baaz. Nasrala ha recurrido a la retórica radical para lavar el cerebro a los chíies del Líbano y Siria. La inteligencia siria ha agravado las divisiones sectarias en el país, lo que ha servido a los intereses de Asad, de Teherán, de Hezbolá y de Rusia. La inteligencia iraní recurrió a la misma estrategia en Irak en 2006, cuando voló las tumbas de Samarra para azuzar el enfrentamiento entre chiíes y suníes. Los combatientes de Hezbolá han acudido a Siria como parte del plan de Teherán de oponerse al derecho del pueblo sirio a la autodeterminación y a un Gobierno democrático.
Hezbolá lucha en Siria por su propia supervivencia, porque el régimen de Asad es su fuente de ayuda militar y logística –procedente de Teherán–. Hezbolá es la herramienta de Irán para desestabilizar el Líbano y toda la región. La caída del régimen significaría el fin de Hezbolá, tanto política como militarmente, y también supondría que el Líbano volvería a ser gobernado por su propio pueblo. El ascenso al poder de los suníes sería desastroso para los chiíes de Hezbolá, que podrían perder sus bases. El jeque Sahbi Tafili, antiguo secretario general de la organización, ha declarado:
Hezbolá se esconde tras los chiíes y la defensa del santuario de Saida Zeinab; sin embargo, tan sólo defiende al régimen sirio.
Irán asiste al fin del régimen de Asad y del partido Baaz, y a la pérdida de sus aliados Hezbolá y Hamás, que representan su poder en la región y su capacidad para desatar el terror y el caos, dañar los intereses internacionales (especialmente los de Estados Unidos) y obstaculizar la democratización de las naciones árabes. Teherán ha advertido de que no permitirá que Asad caiga, y ha enviado jefes de la Fuerza Quds de la Guardia Revolucionaria para que ayuden al líder sirio en su guerra contra la oposición. Por otra parte, el primer ministro iraquí, Nuri al Maliki, y el influyente Moqtada al Sadar fueron instruidos por Irán para que mandaran milicias chiíes en auxilio de Asad. Todo esto sucedió después de que la inteligencia iraní fracasara en promover un acuerdo entre el régimen y los Hermanos Musulmanes, y en sobornar a miembros de la oposición para que aceptaran dialogar con el régimen y cooperar con el Gobierno. La caída de Asad podría también reavivar la revolución verde iraní, tanto política como psicológicamente, y tal vez condujera a la caída para siempre del régimen de los ayatolás, si es que la oposición se refuerza.
Las fuerzas del mal, cuya misión es crear el caos y el terrorismo en Oriente Medio, han sido resucitadas. El régimen de Asad es la última fortaleza de Teherán y Moscú en la región. Cuando caiga, el mapa del Medio Oriente cambiará y habrá una relativa calma y estabilidad. Entonces habrá una oportunidad de apoyar a las fuerzas libres que creen en la democracia y en la colaboración entre Oriente y Occidente de acuerdo a intereses políticos, humanitarios y económicos basados en la paz, el desarrollo y el diálogo.