Contextos

Bienvenidos a la era del caos

Por Lee Smith 

"Desde que Henry Kissinger diseñara por vez primera la estrategia de las conversaciones de paz árabe-israelíes, tras la guerra de 1973, muchos políticos norteamericanos han olvidado - o puede que nunca entendieran- que las conversaciones eran, fundamentalmente, un mecanismo para favorecer los intereses estadounidenses, un teatro de títeres regional con Washington moviendo los hilos.""Para cualquiera que dudara de que la crisis palestino-israelí era tan sólo un problema local que servía de útil teatro político, y no una amenaza activa a la paz y la estabilidad de todo el planeta, la Primavera Árabe supuso un útil recordatorio de las verdaderas fallas subyacentes de la región""Es posible que, con el tiempo, a Obama se le considere un visionario que comprendió que se servía mejor a los intereses estadounidenses poniendo la mayor distancia posible entre nosotros y una parte del mundo confusa y violenta. Pocos lo creen actualmente"

El pasado fin de semana la Casa Blanca volvió a dejar claro lo que en Oriente Medio lleva ya bastante tiempo siendo evidente para todo el mundo: Estados Unidos quiere retirarse en serio. “Hay todo un mundo ahí fuera”, declaró al New York Times Susan Rice, asesora de Seguridad Nacional, “y tenemos intereses y oportunidades en él”.

A juzgar por las decisiones tomadas por el presidente, Egipto y Siria ya no son partes importantes de ese mundo, como tampoco lo son la reestructuración traída por la Primavera Árabe, conservar la especial relación de Washington con el reino petrolero saudí o ninguna de las otras familiares características de la política mesooriental norteamericana -como promover la democracia- que los habitantes de la región y el resto del mundo daban por sentadas. Lo que importa es salir más deprisa de la región, llegando a un acuerdo precipitado con el presidente iraní Hasán Ruhaní respecto al programa nuclear de Teherán. Pero, eh, fuentes de la Administración dijeron al Times, casi como si se les ocurriera en el último momento, que aún les importa el proceso de paz.

El problema es que un acuerdo con Irán, si se produce junto a una retirada estadounidense de la región, supone el fin del proceso de paz. Como me dijo un representante israelí de visita en Washington la semana pasada, un resultado del perfil minimalista que mantiene la Administración en la región es que los aliados árabes de Estados Unidos (como Jordania, Egipto, Arabia Saudí y otros Estados miembros del Consejo de Cooperación del Golfo) no seguirán teniendo el lujo de poder contar con los estadounidenses para perseguir y defender sus intereses nacionales, lo que supone que tendrán que hacerlo por sí mismos, en una región cuyos líderes, como dijo Barack Obama en su discurso del mes pasado ante la Asamblea General de la ONU, “evitan abordar los problemas difíciles por sí mismos”.

Lo que significa esto es que los socios árabes de Washington que están más preocupados por Irán, como Arabia Saudí, ahora tienen una opción: pueden defenderse por sí mismos con el armamento que la industria norteamericana de defensa les ha vendido a lo largo de los años, o pueden encontrar a alguien que lo haga por ellos. Si a la mayoría de los regímenes árabes realmente nunca les importaron demasiado los palestinos, aún menos les interesaron los israelíes. Pero, como consecuencia de un mal tratado norteamericano con Ruhaní, Israel podría venir muy bien, al ser la única potencia local capaz de hacer frente a un Irán con armas atómicas o de detener sobre la marcha el programa nuclear de Teherán.

Hay numerosas pruebas de que los Estados del Consejo de Cooperación del Golfo (CCG) ya han llegado a la conclusión de que servirse de la Fuerza Aérea israelí para combatir sus guerras podría no ser intrínsecamente más desagradable que confiar en los poco fiables norteamericanos… y resultaría mucho más barato. Al parecer, ahora la coordinación entre los miembros del CCG e Israel es mayor de lo que haya sido nunca, y las relaciones militares y de seguridad entre Jerusalén y la junta militar que gobierna Egipto son excelentes, mientras ambos países se enfrentan a enemigos mutuos, como Hamás en Gaza y las franquicias locales de Al Qaeda en el Sinaí.

Lo que queda claro en medio de todo este trajín es que, en estos momentos, el proceso de paz palestino-israelí es el conflicto menos importante y menos violento de la región, por detrás de la guerra civil siria, de la guerra civil libia, de la violenta partición de Irak, de la represión militar en Egipto, etc… Desde el punto de vista de la realpolitik nacional, los únicos que deberían estar pensado mucho y muy cuidadosamente sobre el fin del proceso de paz árabe-israelí son los políticos norteamericanos.

En consecuencia, puede ser una buena noticia que el lago de lágrimas de cocodrilo derramadas por la causa palestina durante 80 años esté a punto de evaporarse en el sutil aire del desierto porque Estados Unidos se está retirando y, evidentemente, los regímenes árabes tienen ahora cosas más importantes de las que preocuparse, como su supervivencia y su propia seguridad. Pero, desde un punto de vista norteamericano, el fin del proceso de paz es una desgracia, y no porque fuera probable que alguna vez llegara a traer la paz entre árabes e israelíes, o a iniciar un reino de buenos sentimientos y pacíficas relaciones en Oriente Medio.

Desde que Henry Kissinger diseñara por vez primera la estrategia de las conversaciones de paz árabe-israelíes, tras la guerra de 1973, muchos políticos norteamericanos han olvidado -o puede que nunca entendieran- que las conversaciones eran, fundamentalmente, un mecanismo para favorecer los intereses estadounidenses, un teatro de títeres regional con Washington moviendo los hilos. Con un abrumador apoyo político, diplomático y, lo que es más importante, militar, a Israel, Washington convirtió a Jerusalén en un cliente cautivo. Era, asimismo, una invitación a los árabes que, abandonada toda esperanza de derrotar a Israel en la guerra, se veían obligados a acudir a Washington de rodillas para asegurarse concesiones del Estado judío (como por ejemplo, promesas de retiradas).

Por tanto, la finalidad del proceso de paz era convertir tanto a árabes como a judíos en servidores de Washington, lo que sirvió para expulsar a los soviéticos y convertir a Estados Unidos en la potencia hegemónica de Oriente Medio, que alberga un gran porcentaje del suministro mundial de petróleo. A su vez, la capacidad para garantizar la seguridad y el tráfico sin incidentes de dicho suministro, hizo de Estados Unidos no sólo el gobernante de facto del Medio Oriente, sino la potencia más importante del planeta, incluso para sus potenciales rivales, como los chinos.

Los políticos estadounidenses perdieron el hilo de esta estrategia regional, efectiva durante décadas, cuando acabó la Guerra Fría. A falta de la familiar amenaza soviética, los norteamericanos se vieron abrumados con facilidad por el clamor por un acuerdo de paz definitivo que probablemente nunca estuvo entre sus intereses, ya que perpetuar el conflicto postergando eternamente el problema era la clave para mantener firmemente bajo el control de Estados Unidos tanto a árabes como a israelíes. Los políticos y analistas estadounidenses que creían en lo que he denominado vínculo duro argumentaron que, dado que el conflicto realmente motivaba las políticas de los gobernantes de la región, resolver la crisis haría que todos los demás problemas de la zona desaparecieran. Los defensores del vínculo blando, a su vez, sostenían que los avances en el proceso de paz harían que los socios de Norteamérica en el proceso de paz estuvieran más dispuestos a participar en cuestiones de mayor interés nacional para Estados Unidos, como, por ejemplo el problema nuclear iraní.

Para cualquiera que dudara de que la crisis palestino-israelí era tan sólo un problema local que servía de útil teatro político, y no una amenaza activa a la paz y la estabilidad de todo el planeta, la Primavera Árabe supuso un útil recordatorio de las verdaderas fallas subyacentes en la región. Obama llevaba apenas dos años en el poder cuando estalló la revolución tunecina, en diciembre de 2010, y pronto el orden establecido se vio en peligro en toda la región. El presidente dejó de presionar a Benjamín Netanyahu y Mahmud Abás para que negociaran, porque por fin se dio cuenta de que al forzar la cuestión no iba a ninguna parte y perdía prestigio en el proceso.

Vista en retrospectiva, la Primavera Árabe fue el primer ataque real contra el proceso de paz, porque socavó el statu quo original que Estados Unidos había garantizado durante cuatro décadas y había mantenido estático gracias al proceso. Egipto y Jordania tenían tratados con Israel, y Siria estaba en punto muerto. El proceso de paz era capaz de mantener bajo control a Estados y a las ambiciones regionales de éstos, pero carecía de poder alguno sobre la dinámica interna de las sociedades árabes.

Mientras que la Casa Blanca consideró que los levantamientos en Egipto, Libia, Baréin y Siria eran revoluciones populares contra un orden represivo, en realidad fueron, en todos los casos, guerras civiles en el seno de sociedades árabes, en las que tribus, sectas, islamistas, ejércitos y servicios de seguridad se enzarzaron unos contra otros. Al ignorar todos los ruegos de que apoyara a los rebeldes sirios y derrocara a Bashar al Asad, Obama indicó que a Estados Unidos la cosa ni le iba ni le venía,  y que no tenía ningunas ganas de colaborar con socios fundamentales de la región (sobre todo Arabia Saudí, Jordania y Turquía) para solucionar un problema que los afectaba directamente. El príncipe Bandar ben Sultán, antiguo embajador saudí en Washington y actual jefe del Consejo de Seguridad Nacional de su país, ha llevado a cabo una campaña mediática muy pública contra la Casa Blanca para manifestar el disgusto de Arabia Saudí ante las políticas de la Casa Blanca relativas a Egipto, Siria e Irán (citadas en orden creciente de importancia).

Es posible que, con el tiempo, a Obama se le considere un visionario que comprendió que se servía mejor a los intereses estadounidenses poniendo la mayor distancia posible entre nosotros y una parte del mundo confusa y violenta. Pocos lo creen actualmente. Según miembros de la Administración, el presidente les pareció “impaciente o desinteresado” en las reuniones sobre política siria. Y puede que tuviera parte de razón. ¿Por qué comprometer el prestigio norteamericano -además de dinero y tropas- para ayudar a uno u otro bando en la guerra civil de Siria? De forma análoga, si los árabes y los israelíes verdaderamente quieren la paz, que se la organicen ellos. Y si ambos tienen un problema con Irán, que lo solucionen por sí mismos, mientras Estados Unidos se dedica a cuestiones más importantes, como la sanidad o la política china.

Pero la razón por la que la retirada estadounidense de Oriente Medio es un problema es que ya sabemos cómo es la región sin Estados Unidos: es como Siria, con todos los actores regionales -Arabia Saudí, Irán, Al Qaeda, Hezbolá…- en guerra unos con otros. La ventaja de no tener un proceso de paz árabe-israelí, con una ronda tras otras de negociaciones absurdas que no van a ninguna parte, no es una ventaja en absoluto, porque, de entrada, el proceso nunca estuvo destinado en realidad a traer la paz entre árabes y palestinos. Más bien era una muestra de la Pax Americana, la garantía de estabilidad en una zona de importancia estratégica fundamental que ofrecía Washington. Con Estados Unidos ausente de Oriente Medio no hay proceso de paz, y, por consiguiente, probablemente no haya paz para nadie en la región.

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