Ayer debió de ser un día de fiesta para la Administración Obama. Las conversaciones con Irán sobre la cuestión nuclear que se iniciaron en Viena suponen el comienzo de una nueva etapa del proceso diplomático con el que el presidente cumplirá su promesa, tantas veces repetida, de detener la marcha del régimen islamista en pos de armas nucleares. Desde hace meses, tras la firma del acuerdo nuclear provisional con Irán en noviembre, el presidente y su equipo de animadores de la prensa han loado las posibilidades de estas negociaciones, como si fueran lo único que se interpone en el camino que nos precipitaría a la guerra. Han hablado de la disposición de los iraníes a atender a razones desde la elección presidencial del moderado Hasán Ruhaní el verano pasado.
También han comentado la firmeza de la decisión del presidente de lograr resultados, aunque él mismo ha moderado parte del optimismo al afirmar que las oportunidades de éxito son sólo del 50%. Y, lo que es más importante, mientras que se han cargado la posibilidad de aprobar una nueva ley para imponer sanciones a Irán, que habría entrado en vigor sólo si la próxima ronda de conversaciones acababa en fracaso, han afirmado que la Administración no se permitiría a sí misma que los iraníes se andaran con evasivas, y que el presidente obligaría a Teherán a cumplir un estricto calendario, lo que impediría cualquier táctica dilatoria.
Pero la atmósfera que domina el inicio de las nuevas conversaciones supone un enorme contraste con lo que Washington nos ha estado contando últimamente. No es sólo que los iraníes estén echando jarros de agua fría sobre cualquier optimismo que haya respecto a las negociaciones, con su Líder Supremo, el Gran Ayatolá Alí Jamenei, declarando anteayer en un discurso que “no conducirán a nada”, o con la negativa categórica de sus representantes a discutir siquiera el desmantelamiento de cualquiera de sus infraestructuras nucleares. Lo que resulta más lamentable en las conversaciones con Irán es la despreocupada convicción, por parte de los negociadores, de que éstas se prolongarán hasta un año. Eso desmiente la garantía dada por el presidente de que no volvería dejarse embaucar por los iraníes para permitirles seguir posponiendo las cosas mientras continúan acercándose a su objetivo nuclear. También muestra bajo una nueva luz, nada favorecedora, la radical oposición de la Administración a la proposición de ley de sanciones. Ahora parece que el motivo para oponerse a las sanciones no era tanto defender la opción diplomática como permitir que los iraníes sigan toreando a Occidente mientras quieran.
Debe recordarse que el acuerdo que el secretario de Estado estadounidense, John Kerry, firmó en Ginebra el 24 de noviembre, estipulaba que las conversaciones subsiguientes se desarrollarían en el plazo de seis meses. Si bien había una cláusula que establecía que las conversaciones podrían prorrogarse si era necesario, Kerry y su jefe, el presidente Obama, destacaron el marco temporal de seis meses para asegurar a los norteamericanos y a los nerviosos israelíes que Teherán no podría valerse del acuerdo para dar largas a Occidente de forma indefinida. Aunque, antes incluso de que comenzaran las nuevas conversaciones, los fieles valedores de la Administración en el New York Times nos aseguraban que deberíamos esperar que las negociaciones se prolongaran hasta 2015, con pocas esperanzas de que ni siquiera acaben entonces. Con la economía de Irán dando señales de estar renaciendo tras la reducción de sanciones por parte de Occidente, parece que no hay motivos para esperar que Teherán vaya a renunciar jamás a su sueño nuclear.
Así, la primera reunión de esta semana tratara sólo de la forma que tomarán las conversaciones subsiguientes, y ahora está claro que lo que sucede es justo lo que temían quienes criticaban el intento del presidente de conectar con Irán: una repetición de las mismas tácticas dilatorias que han permitido que Teherán prolongara este proceso durante toda la década pasada.
El presidente Obama criticó la nueva propuesta de sanciones que tenía el apoyo de una coalición de los dos partidos, compuesta por 59 miembros del Senado, afirmando que era superflua y peligrosa, pues podía espantar a los iraníes de la mesa. Pero lo que estamos viendo ahora es que lo peor de la propuesta, para la Administración, era que se tomaba en serio el calendario del acuerdo nuclear con Irán. Si la nueva propuesta de sanciones se convertía en ley, reforzaría la mano del presidente Obama en las negociaciones con los iraníes, pues enviaría el mensaje de que habría consecuencias graves si no cumplían con la exigencia por parte de Occidente de que abandonaran sus ambiciones nucleares. Pero sin la ley de sanciones, los iraníes (y la Administración) son libres de prolongar las conversaciones todo el tiempo que quieran. La ausencia de la opción de nuevas sanciones permite también que ambas partes ignoren cuestiones claves de la tecnología de misiles balísticos de Irán, así como otras consideraciones pertinentes acerca de su comportamiento, como el apoyo al terrorismo.
Unas negociaciones con un plazo abierto son precisamente a lo que el presidente prometió que no se vería arrastrado, pero parece que ésa es la situación en la que se encuentra Estados Unidos mientras los diplomáticos llegan a Viena. Durante una década, Irán ha podido emplear trucos diplomáticos que le han permitido eludir a Occidente indefinidamente, mientras trataba de dejar pasar el tiempo hasta que se completara su proyecto nuclear. Las sanciones que se aprobaron pese a las objeciones de Obama durante su primer mandato iban encaminadas a hacerles sentarse a la mesa y acabar con esta farsa. Pero las sombrías perspectivas en Viena hacen que parezca como si Occidente hubiera desistido de usar ese instrumento económico.
Ahora mismo, la fe en la diplomacia con los iraníes parece tener más que ver con la falta de ganas de presionarlos que con cualquier confianza en que Estados Unidos pueda lograr sus objetivos. Si bien puede llevar un año o más el que la Administración reconozca que las conversaciones han fracasado, la única medida que verdaderamente podría contribuir a que tuvieran éxito -la perspectiva de unas nuevas sanciones que impidieran las ventas de petróleo iraní– está ahora mismo fuera del tablero. Eso son buenas noticias para Irán, pero muy malas para quienes, en Occidente, esperaban que Obama fuera en serio en lo que dijo respecto a evitar la amenaza nuclear.