Contextos

Siria: un pasado accidentado y un futuro incierto (1)

Por Amir Taheri 

Bandera de Siria con una mano teñida de rojo estampada.
"Hace cinco años, cuando tuvo lugar la primera manifestación en Deraa, al sur de Siria, gran parte del llamado mundo árabe tenía unas expectativas muy altas tras las revueltas en Túnez, Egipto y Libia, que parecían haber puesto fin a décadas de gobierno despótico de los aparatos militares y de seguridad""Un régimen autoritario nunca corre más peligro que cuando intenta la liberalización. Además, lo cierto es que no todos los regímenes autoritarios tienen mecanismos eficaces para la reforma. En algunos casos hay que elegir entre reprimir la demanda popular de reformas o afrontar el riesgo de un cambio de régimen. Como sabe muy bien América Latina, mientras que la 'dictablanda' se puede reformar, la dictadura tiene que ser derrocada""La República Islámica, que ya contaba con una importante presencia en Irak, necesitaba a Siria para completar la Media Luna Chií, a la que veía como su glacis y punto de acceso al Mediterráneo"

El próximo mes de marzo marca el quinto aniversario de lo que empezó siendo otro capítulo de la llamada Primavera Árabe y se transformó en una guerra civil, que degeneró en una catástrofe humanitaria y, finalmente, llevó al colapso sistémico de Siria como Estado nación.

Esa secuencia de acontecimientos ha tenido un impacto muy profundo en prácticamente toda la región conocida como Oriente Medio, afectando en muchos aspectos a las naciones que la conforman, como la demografía, la composición étnico-sectaria y la seguridad. Como el propósito de este artículo no es ofrecer un relato histórico de los acontecimientos, bastará un breve recordatorio de algunos aspectos clave.

Hace cinco años, cuando tuvo lugar la primera manifestación en Deraa, al sur de Siria, gran parte del llamado mundo árabe tenía unas expectativas muy altas tras las revueltas en Túnez, Egipto y Libia, que parecían haber puesto fin a décadas de gobierno despótico de los aparatos militares y de seguridad. A pesar de sus importantes diferencias, el Estado sirio encajaba en la descripción del prototipo de Estado árabe que se desarrolló tras la Segunda Guerra Mundial.

No era extravagante pensar, por lo tanto, que podíamos estar ante los primeros indicios de un descontento popular, como había pasado en otros Estados similares en otras partes del mundo árabe. Una diferencia importante era que, cuando empezó la revuelta, el Estado sirio, probablemente el más represor del mundo árabe moderno, junto con el de Sadam Husein en Irak, se había embarcado en un tímido programa de reformas y liberalización. El nuevo dictador, Bashar al Asad, había intentado presentarse como un reformista educado en Occidente al que le atraían algunos aspectos del pluralismo y la economía de mercado. Había permitido la aparición de los primeros bancos de propiedad privada y privatizó una serie de empresas estatales. También había permitido que el sector privado tomara la iniciativa en varios sectores nuevos, especialmente el de la telefonía móvil e internet. Por supuesto, los nuevos bancos, las empresas privatizadas y las nuevas empresas tecnológicas eran casi todas propiedad de miembros del clan Asad y de sus socios, mientras que el aparato militar y de seguridad vigilaba muy de cerca todas sus actividades. Sin embargo, había cierto acuerdo entre los observadores occidentales de Siria respecto a que el joven Asad estaba dando los necesarios primeros pasos hacia la reforma. Esta impresión se vio reforzada por el hecho de que el régimen permitiera la aparición de una serie de organizaciones no gubernamentales (ONG) con actividades muy variadas, también en materia de derechos humanos, aunque los servicios de seguridad las vigilaran muy de cerca.

Las potencias occidentales trataron de estimular lo que veían como un proceso de reforma a paso lento ofreciendo a Asad ayuda económica, en gran parte a través de la Unión Europea, y cierta deferencia a nivel diplomático. Asad fue invitado a varias visitas de Estado de alto perfil, incluso en Gran Bretaña y Francia, donde se le asignó un asiento de primera fila en el tradicional desfile militar del 14 de Julio en París.

En el momento en que los manifestantes se reunían en Deraa, la Administración Obama estaba preparando el terreno para la visita de Asad a Washington, mientras que los demócratas firmaban artículos de opinión elogiando al líder sirio como reformista y moderado.

El entonces presidente del Comité de Relaciones Exteriores del Senado de EEUU, John Kerry, había forjado una amistad personal con Asad, al que conoció en una serie de visitas a Damasco, donde sus respectivas esposas habían creado lazos de simpatía.

El hecho de que las relaciones de Asad con la Administración Bush hubiesen sido turbulentas, por decirlo suavemente, también favoreció a la imagen de Asad a ojos de la Administración Obama, que estaba construyendo una política exterior basada en un espíritu anti-Bush. (Bush había obligado a Asad a poner fin a la ocupación de Siria del Líbano, y Asad, en represalia, permitió a los terroristas islamistas atravesar Siria para que mataran americanos en Irak). Durante tres décadas, Hafez al Asad había sido el único líder árabe que se había reunido en privado con todos los presidentes de EEUU, desde Richard Nixon a Bill Clinton. El presidente George W. Bush rompió con esa tradición al no otorgar la misma distinción a su hijo Bashar.

Al final, el de Asad repitió la experiencia de prácticamente todos los regímenes autoritarios que habían probado la fórmula de la reforma guiada.

Un régimen autoritario nunca corre más peligro que cuando intenta la liberalización. Además, lo cierto es que no todos los regímenes autoritarios tienen mecanismos eficaces para la reforma. En algunos casos hay que elegir entre reprimir la demanda popular de reformas o afrontar el riesgo de un cambio de régimen. Como sabe muy bien América Latina, mientras que la dictablanda se puede reformar, la dictadura tiene que ser derrocada.

Tras un periodo en el que, al modo de Hamlet, se preguntó si matar o no matar, Bashar al Asad se decantó por lo segundo enviando sus tanques a sofocar las protestas de Deraa. Esa fórmula ya se había intentado en 1982 en Hama, bajo la férula de su padre, el general Hafez al Asad, y había funcionado, le que había asegurado al régimen casi tres décadas de estabilidad.

Al igual que otros regímenes autoritarios árabes que se enfrentan a revueltas populares, el régimen de Asad fue, al menos en parte, víctima de sus propios y relativos éxitos.

Las décadas de estabilidad tras el fin efectivo, aunque no formal, del estado de guerra de Siria contra Israel permitieron la formación de una nueva clase media urbana, un impresionante salto cualitativo en el ámbito de las instituciones educativas y el resurgimiento de sectores tradicionales de la economía, en especial las industrias agrícolas y artesanas, que escapaban del control del Gobierno central.

Los logros de Asad en áreas como la alfabetización, la mejora de los servicios sanitarios, que ayudaron a elevar los niveles de esperanza de vida, y el acceso a la educación superior eran significativamente superiores la norma en los 22 países miembros de la Liga Árabe. Había surgido una nueva clase media urbana con aspiraciones políticas de estilo occidental, pero se vio constreñida por un sistema político tercermundista. El problema era que esta nueva clase media, políticamente inexperta, por no decir inmadura, no podía ir más allá de expresar sus aspiraciones de manera azarosa. No tenía estructura ni líderes políticos que tradujeran esas aspiraciones en una estrategia para remodelar radicalmente la sociedad siria.

Por lo tanto, al igual que otros países que habían experimentado la Primavera Árabe, por no hablar de las revoluciones europeas de 1848, la revuelta siria se enfrentaba a la posibilidad de ser derrotada por el Estado autoritario que quería reformar. Que la revuelta no lograra desarrollar una estrategia coherente creó un vacío que intentarían cubrir pronto otras fuerzas.

La primera de esas fuerzas fue la Hermandad Musulmana, el más antiguo adversario del régimen de Asad y el aparato de su Partido Árabe Socialista Baaz (Resistencia). Los Hermanos, que se habían limitado a ser meros espectadores en las primeras fases de la revuelta, y cuyos líderes estaban por entonces exiliados en Alemania, reactivaron sus células durmientes y empezaron a promover un relato sectario de musulmanes suníes contra la minoría alauita, a la cual pertenece Asad.

Paradójicamente, el régimen propició de manera indirecta el ascenso de los Hermanos por dos razones. La primera, porque esperaba que una dosis de sectarismo unificara a la minoría alauita –un 10% de la población– en torno al régimen, y que convenciera a otras minorías, sobre todo a los cristianos –en torno a un 8%–, los ismailíes y los drusos –otro 2%–, de que tendrían mejores opciones con un régimen autoritario secular que con uno islamista suní militante. Para asentar esa idea, el régimen empezó a dejar libres a un gran número de islamistas suníes militantes, entre ellos muchos de los futuros líderes del califato del Estado Islámico (o ISIS). Asad también fijó su atención en los kurdos, que suponen cerca del 10% de la población, a los cuales se había retirado la nacionalidad siria en la década de 1960. En un decreto presidencial, prometió devolverles la nacionalidad y dejó entrever mayores concesiones respecto a la autonomía de las minorías étnicas.

Al jugar la carta sectaria, Asad también consiguió más apoyo del régimen chií de la República Islámica de Irán. El chiismo no reconoce a los alauitas ­–más conocidos en los círculos clericales como nusairíes– como musulmanes, y mucho menos como chiíes. Sin embargo, Teherán sabía que el régimen nusairí de Damasco no le suponía ninguna amenaza ideológico-teológica, mientras que los Hermanos Musulmanes y su doctrina panislamista sí. Teherán necesitaba un régimen amigo en Damasco para asegurarse el acceso continuo al vecino Líbano, donde la República Islámica es la mayor influencia extranjera, gracias a su patrocinio de la rama libanesa de Hezbolá.

La República Islámica, que ya contaba con una importante presencia en Irak, necesitaba a Siria para completar la Media Luna Chií, a la que veía como su glacis y punto de acceso al Mediterráneo.

Incluso entonces, la lucha por Siria no se convirtió, y ni siquiera lo es hoy, en una guerra sectaria, pese a que internamente haya una guerra de sectarios. Hay otras fuerzas presentes en este complejo conflicto. Entre ellas están los disidentes del Baaz, especialmente los miembros de tendencia izquierdista que fueron reprimidos bajo Asad padre. Los restos de los distintos partidos comunistas sirios también están activos, ya que son grupos pequeños, pero experimentados, de nacionalistas árabes (naseristas).

Como casi todas las comunidades religiosas o étnicas están divididas, y algunos se alinean con Asad y otros luchan contra él, es difícil establecer unas líneas claras de demarcación sectaria. Incluso los kurdos están profundamente divididos entre sí, con el PKK, el partido kurdo turco, presente durante décadas en Siria como exiliado, que sostiene el equilibrio de poderes.

Otra complicación añadida se debe a la implicación de un creciente número de potencias extranjeras; la última en intervenir ha sido Rusia.

© Versión original (en inglés): Gatestone Institute 
© Versión en español: Revista El Medio