Las Fuerzas Armadas egipcias concedieron de plazo hasta hoy* al presidente Mohamed Morsi para que resuelva la crisis política nacional; en caso contrario, actuarán. “Si no se atienden las exigencias del pueblo”, anunció el lunes el general Abdel Fatah al Sisi, jefe del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas, el Ejército “tendrá que presentar su propio plan de futuro”.
Aparte de prometer que “ningún partido será excluido o marginado”, Sisi no dio más detalles de su hoja de ruta para devolver la estabilidad a Egipto. Puede que sea porque nadie, ni el Gobierno, ni el partido gobernante –Libertad y Justicia, alineado con los Hermanos Musulmanes–, ni el Ejército, ni siquiera los propios manifestantes, sabe qué es lo que demandan los millones de personas que han tomado las calles. La triste realidad es que lo más probable sea que la gran mayoría no quiera nada, salvo acabar con el caos en el que está sumido el país, lo que al parecer pretenden lograr dándose un atracón de violencia.
La Casa Blanca ha pedido elecciones anticipadas y advertido a los militares contra la posibilidad del golpe de estado. El mayor problema es que el Ejército egipcio no tiene un plan para estabilizar el país. Incluso si interviene, ¿qué precio está dispuesto a pagar para mantener la paz en las calles? ¿Disparar a los manifestantes? ¿A cuántos de ellos? Los egipcios, en contra de lo que se cree, no aman a su Ejército, de lo contrario, la otra noche cientos de personas no habrían apuntado a un helicóptero militar con punteros láser para tratar de cegar al piloto y hacerlo caer. Los militares no pueden traer el orden porque las fuerzas liberadas con la caída de Mubarak hace más de dos años no pueden volver a meterse en la botella.
Al Ejército egipcio sólo le queda una carta que jugar. Puede que los periodistas occidentales y demás creyentes fervorosos en las promesas de la Primavera Árabe se escandalicen ante la insinuación de que Egipto puede encaminarse a una guerra contra Israel en un futuro no muy lejano. Pero cuando el país implosiona, la guerra se convierte en la salida fácil. No importa que el Ejército no quiera otro catastrófico enfrentamiento contra Israel; tampoco lo quería Anuar Sadat hace 40 años, cuando salvó a Egipto yendo a la guerra contra los israelíes, lo que a su vez le ayudó a lograr el patrocinio de Estados Unidos.
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Por supuesto, algunos destacados comentaristas estadounidenses creen que el objetivo de las actuales manifestaciones es recuperar las metas democráticas y progresistas de la revolución que derribó a Hosni Mubarak. Sin embargo, debe señalarse que el principal objetivo de la revolución, aparte de expulsar a Mubarak, era conseguir un sistema político con elecciones libres y justas, en las que los egipcios pudieran elegir su propio Gobierno. Eso se logró… y ganó Morsi. A los expertos y a la prensa occidental les puede preocupar la excesiva dependencia de la nueva Constitución egipcia de la ley islámica, pero muchos egipcios creen en esta última, y la gente, normalmente, no saquea su propio país para protestar por tal o cual enmienda a un documento legal.
Puede que una queja más relevante sea que Morsi ha otorgado poder a su partido a costa de los demás. Sin embargo, en Egipto eso no es un problema político, sino cultural. En un país en el que los wasta, los contactos, son considerados una virtud cívica, cada hombre de negocios, burócrata o alcalde colocará a los suyos, así que ¿por qué iba a ser de otra forma para la máxima autoridad política? No hay presidente egipcio que no haya hecho exactamente lo mismo que Morsi, llenar su Gobierno de aliados.
Los egipcios, decididamente, están furiosos por la calamitosa situación económica. Pero el hecho de que se haya disparado el precio de productos de primera necesidad como el pan, el arroz y el aceite es culpa casi por completo de que los manifestantes hayan ocupado las calles desde enero de 2011. Al derrocar a Mubarak y procesar a los tecnócratas de su régimen, que obtuvieron altas calificaciones del FMI por sus reformas económicas y por atraer inversión extranjera directa, los revolucionarios garantizaron que nadie vuelva a acometer medidas de ese tipo en al menos una generación.
Para prevenir disturbios, Morsi eludió recortar subsidios y reformar la economía cumpliendo las condiciones del FMI a cambio de un préstamo de 4.800 millones de dólares. Si Qatar no inyectara algunos miles de millones a su Gobierno cada par de meses, Egipto estaría muriéndose de hambre. ¿Y cómo pagan los egipcios la generosidad de Doha? Asegurando que, con la caída de Morsi, Qatar volverá a ocupar el lugar que le corresponde en los asuntos de la región, es decir, a su juicio, uno insignificante. Puede que el emir catarí que acaba de acceder al trono decida que prefiere construir más estadios de fútbol con aire acondicionado, en vez alimentar a los habitantes del valle del Nilo.
Hasta hace dos años y medio, el turismo era una de las principales fuentes de ingresos del país, pero la inestabilidad política y la violencia contra los extranjeros han mantenido alejados a los turistas. Nadie va a visitar un país en el que universitarios estadounidenses son apuñalados hasta la muerte a plena luz del día y periodistas holandesas son violadas en grupo (en la plaza Tahrir, la zona cero de la gloriosa revolución egipcia).
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Lo que está sucediendo en Egipto no tiene que ver con la política o la economía; es tan sólo un carnaval medieval de resentimiento y rabia, en el que se consiente cualquier apetito, por depravado que sea, porque ya nadie tiene interés en preservar un todo mayor e inclusivo, sea lo que sea ese todo. Para los comentaristas occidentales es más sencillo analizar el caos cuando parece estar causado por el odio religioso. La semana pasada cuatro miembros de la minúscula comunidad chií egipcia fueron rodeados, golpeados y apuñalados hasta la muerte en su pueblo, a las afueras de El Cairo. Como la turba fue incitada a matar por un jeque salafista, estuvo claro quién fue responsable de este ejemplo de carnicería: un fanático islamista.
Para esos mismos analistas occidentales resulta más difícil establecer la cadena de responsabilidades cuando son las fuerzas contrarias a Morsi las que derraman sangre. Todas las sedes de los Hermanos Musulmanes en Egipto han sido asaltadas, y su cuartel general fue incendiado. Dieciséis personas han muerto, entre ellas, al parecer, simpatizantes de los Hermanos cuyo delito fue apoyar a un partido que ganó unas elecciones libres, las últimas que, probablemente, verá Egipto durante un tiempo.
Si los periodistas y analistas extranjeros no se han mostrado tan consternados como deberían ante las manifestaciones es porque en su concepción del mundo los islamistas son los malos y los laicos los buenos. Según su razonamiento, ahora que los egipcios están furiosos con Morsi volverán a tener su revolución liberal, junto a ese tío tan guay de Google. A los reporteros, los hombres de la calle les cuentan que Morsi es el problema. La queja debería resultarnos familiar, porque es justo lo que esos mismos manifestantes decían de Mubarak. Lo único en lo que todo el mundo está de acuerdo es en que el problema con la sociedad egipcia no son los propios egipcios.
Pronto, un líder competente (seguramente no será Morsi) verá que no le queda más remedio que hacer de la necesidad virtud y exportar el único recurso que Egipto posee en abundancia: la violencia. Así pues, ¿por qué no unir a las belicosas, inmaduras y grandiosas facciones egipcias en un pacto contra el trascendentalmente odiado Israel? En realidad, no está del todo claro por qué las virulentas vetas de antisionismo y antisemitismo no han alcanzado aún el punto de ruptura. Sí, Morsi no quiere enfadar a la Casa Blanca. Y también está el hecho evidente de que los egipcios están ahora mismo demasiado divididos entre sí como para unirse contra otro, pero eso no puede durar mucho, o Egipto implosionará.
Así pues, estos son los hechos que tanto los egipcios como los periodistas extranjeros preferirían no tener que afrontar: simplemente, no hay forma de que el Egipto actual alimente a su pueblo, llene los depósitos de los tractores que recogen las cosechas y atraiga decenas de miles de millones de dólares de inversión extranjera para que surja un milagro tecnológico a orillas del Nilo. Eso es ciencia ficción, como la fantasía de una democracia constitucional de tipo norteamericano, dirigida por los Hermanos Musulmanes y garantizada por el Ejército.
Entonces, ¿qué queda? Una guerra breve, precipitada por un incidente fronterizo en el Sinaí o por un misil perdido en la Franja de Gaza, y que concluya antes de que a las Fuerzas Armadas se les acabe la munición –que, seguramente, Washington no les repondrá–, reunificará el país y le hará ganar dinero procedente de una comunidad internacional deseosa de intermediar en la paz. Tomar las armas contra Israel devolverá Egipto a su antiguo lugar preeminente en un mundo árabe que vaga a la deriva en un mar de sangre. Pero lo que es aún más importante es el hecho de que no hay otra salida plausible: sacrificar a miles de sus hijos en aras de la guerra es la única forma de salvar a la madre patria egipcia de sí misma.
* Nota: el artículo está escrito antes del derrocamiento de Mohamed Morsi, pero dado su indudable interés hemos decidido publicarlo.