El 13 de septiembre de 1993 muchos, si no la mayoría, creyeron que el secular conflicto entre judíos y árabes en Oriente Medio había quedado resuelto. Cuando Yaser Arafat e Isaac Rabin firmaron los Acuerdos de Oslo en el jardín de la Casa Blanca, mientras el presidente Clinton los contemplaba, sonriente, el acontecimiento generó un sentimiento de euforia en Israel y en Estados Unidos entre los partidarios del Estado judío. Pero el 20º aniversario del acontecimiento, a finales de esta semana, se dedicará en buena medida a las recriminaciones más que a las celebraciones.
Decir que esas expectativas de paz y de creación de un “nuevo Oriente Medio” (como lo expresó Simón Peres, el principal arquitecto de la política israelí) se vieron frustradas es quedarse corto. Los israelíes pensaron, claramente, que estaban intercambiado paz por territorios, como llevaba defendiendo la izquierda desde hacía mucho tiempo. Pero lo que vino a continuación, cuando la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) fue traída del exilio y se le concedió autonomía en la Margen Occidental y Gaza, no fue nada parecido a la paz. Pese a que se ha puesto mucho esfuerzo en tratar de culpar al Estado judío por no cumplir todas sus promesas, el problema fundamental con la creación de los arquitectos de Oslo es la misma hoy que entonces: una de las partes –los israelíes– vieron en el acuerdo una fórmula para acabar con el conflicto; la otra –los palestinos– lo consideraron simplemente una fase en su larga guerra para extinguir el Estado de Israel. La cultura palestina de violencia y odio hacia Israel se ha visto no atemperada sino reforzada por Oslo. Hay pocas razones para creer que el sucesor de Arafat, Mahmud Abás, o sus rivales de Hamás tengan intención alguna de reconocer la legitimidad de un Estado judío, sin que importe dónde se tracen sus fronteras.
La actual ronda de negociaciones entre Israel y la Autoridad Palestina se diferencia de la que condujo al alarde de 1993 principalmente en que la disputa es ahora entre dos partes reconocidas internacionalmente, en vez de entre un Estado soberano y un movimiento terrorista. Y, lo que es todavía más importante, la posición internacional de Israel, más que reforzada tras su decisión de reconocer los derechos nacionales de los palestinos y de otorgar poderes sobre el territorio a sus enemigos, se ha visto terriblemente debilitada por Oslo y los acuerdos de paz subsiguientes.
Si bien podemos debatir qué camino deberían seguir Estados Unidos e Israel ahora y en el futuro, creo que no tiene sentido malgastar mucho tiempo analizando si podría haberse evitado el error de Oslo. Pese a que ulteriores acciones palestinas demostraron que las ilusiones alentadas por quienes persiguieron los acuerdos estaban fundamentalmente equivocadas (un hecho que se reflejó en el virtual colapso de la izquierda política israelí), no hay vuelta atrás. Israel está atrapado con el mundo que Peres y sus aliados crearon.
Por supuesto, es muy fácil presentar un escenario histórico en el que Oslo no habría sucedido. Si los partidos israelíes de derecha hubieran obtenido tan sólo un escaño más en las elecciones de 1992 que llevaron a los laboristas y a su líder, Isaac Rabin, a comandar el país, el resultado habría sido un punto muerto. De hecho, si hubieran tenido éxito las negociaciones para que unieran sus fuerzas los tres principales partidos a la derecha del Likud, Isaac Shamir podría haber sido reelegido por muy poco, ya que el voto combinado de esos tres le habría dado la mayoría a su coalición. Pero como concurrieron a las elecciones de forma independiente, el resultado (conforme a las reglas del enrevesado sistema electoral proporcional israelí) hizo que muchos de esos votos se malgastaran. Lo que habría venido a continuación habrían sido, probablemente, otros cuantos años de presión norteamericana sobre Israel para que negociara con la OLP y Arafat, pero al viejo terrorista no se le habría permitido situar a sus fuerzas en el umbral mismo de Israel: en la Margen Occidental y Gaza.
No obstante, semejante especulación es inútil, ya que, tarde o temprano, la izquierda israelí habría ganado unas elecciones. Vistos en retrospectiva, sus argumentos de que Israel tenía que jugársela y hacer concesiones a los palestinos con la esperanza de lograr la paz parecen razonables hoy en día. Esto resulta especialmente cierto si se compara su postura con las de quienes aún tratan de presionar a Israel para satisfacer a la Autoridad Palestina, después de veinte años de promesas palestinas rotas y de terrorismo. Aunque debe admitirse que el sueño de la derecha de que los asentamientos garantizarían la soberanía del Estado judío en toda la Margen Occidental era igual de erróneo, pocos israelíes creen actualmente que el objetivo de los palestinos sea la paz.
Pero es igualmente cierto que Israel es incapaz de restaurar el mundo anterior a Oslo, en el que gozaba de control completo sobre los territorios. En el país tampoco hay mucho entusiasmo por revertir la igualmente desastrosa retirada de Gaza por parte de Ariel Sharón. Y, lo que es igual de importante, tampoco la comunidad internacional ni Estados Unidos consentirían una acción semejante.
Israel acabó cambiando territorios por terror y deslegitimación en vez de por paz. Era algo eminentemente predecible, y algunos en la derecha lo hicieron. Pero la alocada marcha que condujo a Oslo posee un aire de inevitabilidad. Decir que todo esto debía intentarse para demostrar que otorgar más concesiones por parte del Estado judío sería un disparate es un pobre consuelo para los israelíes, que tienen ahora una Gaza gobernada por terroristas y fuertemente armada y ven cómo la Margen Occidental, de importancia estratégica aún mayor, se puede convertir en un refugio para los terroristas de Fatah y Hamás si es que las conversaciones patrocinadas por EEUU tienen éxito. Todo en la historia es evitable, pues lo que sucede es producto de elecciones que realizan individuos y naciones. Pero resulta difícil imaginar un escenario en el cual estos últimos veinte años pudieran haber transcurrido sin ningún tipo de experimento del tipo de Oslo por parte de Israel, aunque sólo fuera para poner a prueba las intenciones de los palestinos. La cuestión ahora es si los israelíes y sus amigos norteamericanos están dispuestos a ser honestos respecto al resultado de ese experimento.
Aunque no hay vuelta atrás desde el mundo de Oslo, tanto Israel como Estados Unidos pueden aprender de sus errores. En mi próximo artículo hablaré sobre cómo deberían aplicarse las lecciones de Oslo a futuros esfuerzos diplomáticos.