El presidente iraní no tenía por qué desairar a Obama decidiendo no reunirse con él al margen de la Asamblea General de Naciones Unidas. Pero, lo mismo que Vladímir Putin con su triunfal artículo en el New York Times, Ruhaní decidió hacerle morder el polvo simplemente porque podía. Obama se colgó un cartel de “Pateadme” en la espalda, y el iraní tan sólo le hizo caso.
En cuanto a Ruhaní, su discurso de ayer reveló bastante menos de él que el régimen al que representa. Olvídense de los fundamentos teológicos de la República Islámica; ignoren la convicción, sustentada por varias figuras del régimen, de que el Mahdí está destinado a regresar; Ruhaní, como todo presidente iraní antes que él, y como miles de clérigos y personajes del régimen, es en parte Polonio, en parte Mago de Oz: un directivo de nivel intermedio emocionado ante la posibilidad de que sus sueños más locos se vuelvan realidad.
El iraní dijo ayer:
La violencia ha ido más allá del nivel físico, ha penetrado en el ámbito psicológico y espiritual de la existencia humana.
El hecho de que un líder mundial se ponga delante de sus iguales para soltar esta chorrada mística resultaría divertido… excepto por el hecho de que detrás del grande y poderoso Ruhaní está el muy serio jefe de la unidad operativa exterior del régimen, Qasem Suleimani (descrito por Dexter Filkins en el New Yorker de esta semana), cuya violencia en el ámbito físico contra los norteamericanos y sus aliados es muy real y puede haber convencido ya a la Casa Blanca de que cualquier acción militar contra el programa nuclear iraní será respondida con operaciones terroristas contra los norteamericanos en todo el mundo; incluso aquí, en casa.
Como líder de la Fuerza Quds, Suleimani es diferente al resto del régimen, una panda de magos-filósofos que bailan sobre la cabeza de un alfiler mientras tratan de bajar de ella a los demás. De hecho, eso es lo que son todas las elecciones presidenciales iraníes: una versión de Supervivientes en la que el último a quien el Líder Supremo deja en pie se convierte en presidente. Si demasiado a menudo los árabes están satisfechos con un hombre fuerte, los persas adoran sus intrigas palaciegas, en las que un cortesano sonríe a otro mientras lo apuñala delicada y astutamente por la espalda. Si los norteamericanos se dejan engañar fácilmente por esta farsa, en la esperanza de que este presidente resulte ser el pragmático, el moderado, el salvador venido para firmar un pacto, tanto mejor; pero el juego está destinado principalmente a entretener a la audiencia iraní.
Obama va en pos de un maniquí místico con largas vestiduras negras, y, como escribe Fouad Ayami, se ve “ superado de forma decisiva. Hay astucia de sobra en Persia, tienen ojo para saber el momento exacto en el que tu rival está atrapado”. De hecho, Obama se ha pillado en su propio movimiento de pinza. Al anunciar que los esfuerzos diplomáticos de su Administración se centrarán en la “búsqueda iraní de armas nucleares”, así como en el proceso de paz, ha convertido a Ruhaní en un socio con capacidad para hacer que un presidente norteamericano dependiente de su colaboración quede como un tonto cuando a él le apetezca, como ayer. Lo que Obama le dijo en la práctica a los aliados regionales de América es que ahora tiene nuevos amigos, y que no le importa lo mal que lo traten.
Al hacer del proceso de paz la otra iniciativa diplomática clave para la Casa Blanca, Obama indicó a los israelíes, así como a los árabes, que, al fin y al cabo, la cuestión iraní tampoco es para tanto… o que no es más importante que un proceso de paz que todo el mundo, menos John Kerry, considera absurdo en este momento. Obama está harto de Oriente Medio, pero no se va a hacer cargo de su propio orgullo herido, así que se lo endosa al público norteamericano. El hecho de que los árabes siempre culpen a Estados Unidos, según Obama, tiene
un impacto práctico en el apoyo del pueblo norteamericano a nuestra implicación en la región, y permite a líderes de la zona –y de la comunidad internacional– evitar ocuparse de problemas complicados.
No hay duda de que hace ya mucho tiempo que en Bagdad, Basora o Beirut, por ejemplo, les deben un monumento conmemorativo a nuestros caídos, pero lo más importante que se echa en falta no es un poco de respeto y aprecio por parte del mundo árabe; lo que tiene un impacto práctico en el pueblo norteamericano es la incompetencia del Comandante en Jefe. Es labor suya explicar a la opinión pública por qué importa Oriente Medio, por qué mantener y hacer avanzar nuestros intereses allí también supone tener seguridad en casa.
En cuanto a la tendencia de los líderes de la región a eludir las cuestiones difíciles, la desagradable realidad es que Obama no está en situación de darles lecciones al respecto. ¿Quién ha escuchado jamás a una superpotencia lloriquear por sus aliados? Los políticos norteamericanos jamás se engañaron a sí mismos pensando que los aviones, tanques y demás armamento que vendían a Arabia Saudí significaban que Riad era capaz de cuidarse a sí misma. Las compras mantenían fábricas en funcionamiento y eran una muestra por parte de Estados Unidos de su apoyo y de su inversión en la estabilidad de la región. Cuando hubo que asegurar rutas abiertas en la zona marítima más importante del mundo en términos estratégicos, el Golfo Pérsico, fue a Estados Unidos a quien le correspondió hacerlo, no a Arabia Saudí.
Además, puede que a Obama no se le haya pasado por alto que nuestros aliados regionales sí han tratado de ocuparse por su cuenta de un problema bastante complicado: la guerra civil siria. El presidente no sólo ha rechazado su petición de que asumiéramos una posición dirigente: es que ha minado sus esfuerzos. El conflicto en Siria, según Obama,
no es un juego de suma cero. Ya no estamos en la Guerra Fría. No hay un Gran Juego que ganar, ni Norteamérica tiene interés alguno en Siria, más allá del bienestar de su pueblo, de la estabilidad de sus vecinos, de la eliminación de las armas químicas y de asegurarse de que no se convierte en un refugio de terroristas.
Nuestros aliados no lo ven así. Para ellos sí es un juego de suma cero. Una victoria iraní en Siria, al margen de si Bashar al Asad sobrevive, amplía el alcance de Teherán y sitúa a Qasam Suleimani en las fronteras de Israel, Jordania y Turquía.
Desde su punto de vista, la Casa Blanca ha cambiado de bando. Al acceder a la iniciativa rusa de eliminar el arsenal químico sirio, Obama ha legitimado a un carnicero árabe cuya marcha pidió hace dos años. Ha convertido a Putin y a Asad en socios. Dado que el proceso de búsqueda y destrucción de las armas químicas de Asad se prolongará al menos hasta mediados de 2014, o hasta las próximas presidenciales sirias, Obama está garantizando que, cuando los únicos sirios que no tengan miedo de asomar la cabeza de entre las ruinas vayan a votar, el de Asad siga siendo el único nombre que aparezca en las papeletas.
Una cosa es que el presidente de Estados Unidos quiera arriesgar su prestigio en una iniciativa diplomática con Ruhani, y otra muy distinta que emplee el prestigio norteamericano para defender los intereses de nuestros adversarios, como Rusia, Siria y el bloque de resistencia encabezado por Irán.