La Librería

Líneas en la arena

Por Carmen Pulín 

Acuerdo Sykes-Picot.

Si a cualquiera de nosotros nos dijeran: “Piensa en un personaje inglés, relacionado con Oriente Medio y la Primera Guerra Mundial”, casi todos pensaríamos, naturalmente, en T. E. Lawrence, más conocido como Lawrence de Arabia; o, mejor dicho, recordaríamos la estupenda –y bastante ficticia– película de David Lean, y a un atractivo Peter O’Toole que, me temo, poco se parecía al pobre Lawrence real (éste medía 1,66 y el actor, casi 1,90). Lo que está claro es que muy pocos mencionaríamos, de buenas a primeras, a sir Mark Sykes como personaje misterioso. Y, sin embargo, si bien Lawrence se llevó la fama, podemos decir que Sykes fue quien cardó la lana. Y de qué manera.

En 1915 sir Mark Sykes era un joven parlamentario que, gracias a una combinación de suerte, buenas recomendaciones y descaro, había conseguido convertirse en el principal asesor del Gobierno británico sobre Oriente Medio. Debía su consideración de experto en la materia fundamentalmente a su libro The Caliphs’ Last Heritage, combinación de ensayo sobre la historia del islam y guía de viajes en el que recogía sus experiencias orientales. El libro fue ignorado por los verdaderos expertos en la materia, Sir Mark no hablaba ni árabe ni turco y en sus viajes había demostrado un profundo desconocimiento sobre el paisanaje, pero nada de eso pareció frenar su meteórico ascenso. Ya en plena Gran Guerra, ante el previsible colapso del Imperio Otomano, urgía su experto consejo sobre el reparto de las posesiones turcas en Oriente Medio. Algo que no iba a ser sencillo, dado que los británicos no eran los únicos aspirantes al botín: franceses y rusos también esperaban obtener su parte, y esgrimían para ello los argumentos geoestratégicos, económicos e históricos más peregrinos. Los franceses, por ejemplo, no vacilaron en remontar sus derechos sobre la región a las Cruzadas y a Godofredo de Bouillon.

El caso es que Sykes tenía muy claro lo que había que hacer. Emplearía el método que tan buen resultado había dado en África un siglo antes, a saber: coger un mapa y trazar líneas sobre él a gusto del consumidor. Así, Oriente Medio quedaría dividido con una línea sobre la arena que iba desde el Mediterráneo hasta las montañas en la frontera con Persia; más o menos, desde Acre a Kirkuk. Lo que quedaba al norte de esa línea sería para Francia; al sur, para Gran Bretaña. Naturalmente, un plan tan sofisticado no podía sino dar buenos resultados. El problema es que ni estaban ya en el siglo XIX ni Oriente Medio era el África colonial, y además el imperialismo empezaba a tener grandes detractores (el principal de ellos, el presidente estadounidense Woodrow Wilson, al que más valía tener contento para que se decidiera de una vez a intervenir en la guerra). Para colmo de males, los franceses, en cuanto tuvieron idea de lo que tramaban los británicos, protestaron enérgicamente: el reparto debía tener en cuenta sus sacrosantos derechos y discutirse debidamente. El encargado de ello sería François Georges-Picot, que era todo lo contrario de Sir Mark Sykes: un veterano funcionario con amplia experiencia en Oriente Medio, cónsul de Francia en Beirut antes de la guerra, miembro del Comité del Asia Francesa… y resentido con los británicos desde hacía años. Picot fue un hueso duro de roer, y tras una serie de negociaciones, peleas, amenazas y cesiones se firmó el infausto Acuerdo sobre Asia Menor, más conocido como Acuerdo Sykes-Picot, que dividía el territorio otomano en Oriente Medio en cinco zonas: una bajo control británico, otra bajo control francés; dos que, como protectorados, estarían bajo influencia francesa y británica, respectivamente, y una quinta bajo control internacional, en Palestina.

El acuerdo realmente no satisfacía a ninguna de las partes. Para complicar más las cosas, había que tener en cuenta el pequeño detalle de que las regiones cuyo control se disputaban estos aliados tan mal avenidos no estaban precisamente deshabitadas, y que a sus habitantes no se les había comentado que iban a pasar de estar gobernados por los turcos a estarlo, de forma más o menos directa, por franceses o británicos. Todo lo contrario. En su búsqueda de aliados en la guerra contra los otomanos, unos cuantos militares y funcionarios británicos habían considerado la posibilidad de aproximarse a los árabes. El jerife de La Meca, Husein, y el comisionado británico en El Cairo, McMahon, intercambiaron una serie de cartas en las que, en suma, a cambio de la lucha del jerife y sus hombres contra los turcos se garantizaba el apoyo británico a la creación de un Estado árabe en los territorios del Imperio Otomano en Oriente Próximo… con ciertas excepciones. ¿Cuáles? Bien, sobre el particular es imposible alcanzar un acuerdo. En primer lugar, porque las cartas están mal traducidas; fueron redactadas en árabe y McMahon, que no conocía el idioma, encomendó su traducción a un joven funcionario, ambicioso e intrigante, llamado Ronald Storrs, que, intencionada o inadvertidamente, eso nunca lo sabremos con certeza, tradujo las cartas de forma ambigua y errónea.

Así, el control de Palestina quedaba en el aire: para los árabes estaba claro que se les concedía a ellos, cosa que los británicos han negado siempre. Algo similar sucede con diversas zonas que se pretendía excluir del control árabe por considerarlas de influencia mayoritariamente occidental: al parecer se tradujo mal vilayato, que era el nombre que recibían las provincias otomanas, como distrito, término que no se correspondía con las mismas. Como resultado, voluntaria o involuntariamente, unos dijeron una cosa y los otros entendieron otra muy distinta. El caso es que el levantamiento árabe se llevó a cabo, con la ayuda del famoso T. E. Lawrence, que logró que las indisciplinadas y desunidas tribus árabes formaran un frente más o menos común y consiguieran tomar posiciones claves que decidieron el curso de la guerra en la región.

Pero faltaba una pieza: los británicos, no muy convencidos de que los árabes fueran aliados convenientes o fiables llegado el momento, decidieron jugar otra carta: apoyar la causa sionista y la creación de un Estado judío en Palestina. Además de los intereses puramente políticos, había miembros del Gabinete con genuinas simpatías por los judíos; Herbert Samuel, uno de los ministros, era tanto judío como sionista, y no sólo apoyaba la causa por motivos personales, sino porque consideraba que una colonia judía en la región serviría para defender el control británico del Canal de Suez. En cuanto al primer ministro, Lloyd George, pensaba que si invadía Palestina para arrebatársela a los turcos desataría las iras del presidente Wilson, que lo acusaría de imperialista; pero hacerlo en defensa de los intereses judíos le proporcionaba un pretexto perfecto. También se tuvo en consideración, de forma bastante absurda, la presunta influencia judía sobre el Gobierno estadounidense y sobre los revolucionarios bolcheviques. Así, tras una serie de peripecias se llega a la famosa Declaración Balfour, de 1917, en la que el Gobierno británico se declara favorable a la creación de un Hogar Nacional Judío en Palestina.

Atentos: estamos en noviembre de 1917. Estalla la Revolución Rusa. Una de las primeras simpáticas medidas del nuevo Gobierno soviético es hacer públicos los términos del hasta entonces secreto Acuerdo Sykes-Picot (que el Imperio Ruso había aprobado y del que se beneficiaba). Haciendo amigos desde el principio. Indignación generalizada entre árabes, judíos, estadounidenses, británicos, franceses y, es de suponer, turcos. Tenemos un montón de cartas, acuerdos, tratados, declaraciones y promesas que, básicamente, se contradicen entre sí. ¿O no? En realidad, no. Está todo redactado en el más puro y enrevesado lenguaje diplomático. Es decir, son documentos tan ambiguos que significan lo que cada uno quiere que signifiquen. Además, están los errores de traducción que ya he comentado anteriormente. Ante la indignación y confusión generalizadas, se optó por la siempre popular solución de la huida hacia adelante: sigamos hasta derrotar a turcos, alemanes, austrohúngaros y demás y ya resolveremos luego estos pequeños detalles del reparto.

Naturalmente, por si alguien lo dudaba, la cuestión no se resolvió como debería haberse resuelto. Ni tras la guerra ni nunca, al menos hasta ahora. En la Conferencia de París, británicos y franceses, olvidando que hasta hacía un momento eran aliados, se atacaron ferozmente y buscaron el modo de desdecirse de sus acuerdos en busca una mayor área de influencia en Oriente Medio, al tiempo que ninguneaban a Feisal, hijo del jerife Husein, que les preguntaba que qué había de lo suyo (el Estado árabe). A duras penas se llegó a un acuerdo, bastante provisional. En las conferencias de San Remo (1920) y El Cairo (1921) finalmente se decidió que el Líbano y Siria quedarían bajo control francés, y que los británicos establecerían un mandato en Palestina, donde se favorecería la creación del prometido Hogar Nacional Judío. Transjordania se separaba de Palestina. Se creaba el Mandato Británico de Mesopotamia y, posteriormente, el Reino de Irak, en cuyo trono se puso a Feisal (que había durado unos meses como rey de Siria, antes de que los franceses suprimieran el nuevo reino). En fin, una serie de medidas encaminadas a contentar a todos que, como es de suponer, no contentaron a nadie y no causaron más que problemas y derramamiento de sangre.

En A Line in the Sand. Britain, France and the Struggle That Shaped the Middle East, su autor, James Barr, nos expone detalladamente estos antecedentes que he tratado de resumir y, sobre todo, los años que siguieron hasta que, en 1948, finalizó el Mandato Británico sobre Palestina. Ya antes los británicos habían abandonado Irak, y los franceses Siria y el Líbano. En las páginas de este extenso libro se nos muestra cómo los años que siguieron a la Conferencia de El Cairo fueron una lucha continua entre ingleses y franceses para expulsarse mutuamente de sus zonas de influencia, de los árabes por expulsarlos a ambos y de los judíos por conseguir que unos y otros les dejaran vivir en su tierra.

Es una obra muy interesante, que proporciona un punto de vista a menudo olvidado cuando se analiza la situación de Oriente Medio: el papel que británicos y franceses desempeñaron al definir unas fronteras artificiales e imponer unos pseudoprotectorados que no eran sino colonias más o menos encubiertas. Las intrigas que se nos descubren en estas páginas son dignas de la mejor película de espías… y, lamentablemente, son muy ciertas. Británicos y franceses no parecen haber vacilado en recurrir a traiciones, asesinatos, financiación de terroristas y otras lindezas para lograr su objetivo: expulsar al otro de la región. Los años entre 1919 y 1948 son tiempos de continuos levantamientos árabes, apoyados ora por unos, ora por otros; de imposición de cuotas a la inmigración judía para tratar de aplacar a los propios árabes; de radicalización islámica, con figuras como la del siniestro gran muftí de Jerusalén, Haj Amín al Huseini, y pogromos contra los judíos; de luchas intestinas entre las distintas facciones árabes; de levantamientos drusos; de luchas por el petróleo iraquí…

Es difícil encontrar una mezcla de incapacidad, mala fe, envidia, rencor y ceguera como la que se nos muestra aquí en las relaciones en Oriente Medio entre franceses y británicos. Pocos personajes salen bien parados. Ambas potencias parecían incapaces de comprender que estaban abocadas al desastre, que no tenía sentido luchar por retrasar lo inevitable, pero por lo visto eso no les importaba, con tal de que el rival saliera aún más malparado. Así, los británicos no dudaron, por ejemplo, en apoyar al ya mencionado Al Huseini, un maniaco que se alió con Hitler (de quien fue huésped en Berlín durante la guerra) para exterminar a los judíos… y que tampoco tenía miramientos en eliminar a los árabes que se interponían en sus planes. Y, según revela este libro, ya a finales de la Segunda Guerra Mundial los franceses de De Gaulle financiaban y apoyaban las actividades del Irgún y el Leji contra la presencia británica en Palestina. Resulta desolador. Naturalmente, la historia no podía acabar bien para ninguno de los implicados.

El libro es apasionante y se lee casi como una novela. Está exhaustivamente documentado… casi demasiado. Si bien se agradece hasta cierto punto que las afirmaciones que se hacen no sean gratuitas y se citen las fuentes, en una obra destinada al público general como ésta a veces abruma el número de citas. Asimismo, la cantidad de personajes que desfilan por sus páginas es excesiva. Algunos de ellos tienen una relevancia más que dudosa y no contribuyen a aclarar los hechos, sino todo lo contrario. Si bien la primera mitad del libro sigue un orden geográfico y cronológico más o menos claro, en la segunda parte esa coherencia se pierde; Barr se centra en Siria y, sobre todo, en Palestina, y se olvida de Irak, Líbano, Transjordania… Lo mismo le sucede con los personajes: nos quedamos sin saber qué fue del rey Feisal o del infame muftí. Supongo que el argumento del autor es que el libro se centra en franceses e ingleses, y que los demás son personajes secundarios, pero esta regla parece adaptarla según su conveniencia: se centra en un personaje o en una región mientras le sirve para demostrar sus argumentos y lo abandona cuando ya no lo hace.

En ese sentido viene la mayor crítica que debo hacerle al libro. En una de las reseñas que he leído se comentaba que esta obra demostraba ser exquisitamente objetiva porque todos los implicados salían igual de mal parados. No estoy de acuerdo. No creo que, estrictamente hablando, exista eso que llaman historia objetiva; ya el mero hecho de elegir qué contar y qué no, aunque se haga de modo absolutamente desapasionado e imparcial, implica una decisión subjetiva por parte del narrador. Ni siquiera podemos estar seguros de que las fuentes a las que se acude sean imparciales y objetivas. Es trabajo del buen historiador hacer una criba y selección que le lleve a aproximarse a esa verdad original, a la interpretación de los hechos más probable y fidedigna. Pero pretender que porque en una historia todos los protagonistas son igual de miserables esto hace a aquélla más digna de crédito es tan absurdo como pensar que lo sería si todos resultaran ser nobles y altruistas.

Además, no es cierto que este libro sea objetivo, ni siquiera en un sentido laxo del término. Si bien globalmente podemos decir que nadie resulta ser el héroe y que todos cometen infamias para lograr sus objetivos, aun en eso hay grados. Está claro que James Barr ha recurrido más a las fuentes británicas que a las francesas, un simple vistazo a la bibliografía lo muestra. Hasta cierto punto es lógico. También es cierto que ha acudido a menudo a actas y documentos oficiales para respaldar sus tesis… pero en otros muchos casos se ha basado en memorias y cartas personales que no reflejan más que la opinión de sus autores, sin que se presenten opiniones o testimonios contrarios que las cuestionen o rebatan. Se nota bastante que el autor tiene sus favoritos, a quienes perdona todo, y personajes a los que detesta. Entre los primeros está, claramente, Lawrence de Arabia, a quien ya dedicó un libro anteriormente, y, en menor medida, los monarcas hachemitas Feisal y Abdalá. Entre los aborrecidos hay muchos más: el presidente Truman y casi todos los franceses, en especial De Gaulle, al que retrata como un perturbado megalomaníaco, incapaz y traicionero que debe su posición a los británicos y que, en el colmo de la ingratitud, conspira contra ellos a la menor oportunidad. No seré yo quien escriba una hagiografía de De Gaulle, pero el retrato que Barr hace de él es tan exagerado que resulta caricaturesco. Entre medias, un reparto interminable de personajes que quedan en el limbo… cuando, en muchos casos, merecerían un tratamiento mucho más profundo y una condena más explícita, como en el caso del mencionado gran muftí Al Huseini.

En resumidas cuentas, el autor parece dominar a la perfección el viejo truco de los británicos de criticarse a sí mismos antes de que lo hagan los demás… pero dejando claro que les guiaba la mejor de las intenciones y así justificar críticas mucho más enérgicas a los otros. Al lector le quedará al final la impresión de que en esta historia los británicos cometieron muchos errores, no tenían derecho a lo que hicieron y sin duda contribuyeron a crear un conflicto, pero, aunque equivocados, estaban llenos de buenos propósitos; los franceses eran unos ambiciosos, traidores, retorcidos, rencorosos e inútiles que no se resignaban a que su grandeur era cosa del pasado; los árabes eran salvajes, indisciplinados y atrasados, pero, en el fondo, nobles, y no hacían más que defender lo suyo. Y, por último, los judíos. Sí, es posible que les engañaran. Sí, la Shoá fue algo espantoso… pero. El clásico pero. Los judíos no debieron venir. No debieron complicar las cosas. Los árabes no los querían. Eran muchos. Ocuparon sus tierras. Bueno, las compraron, pero en realidad es porque los árabes eran muy pobres y se vieron obligados a malvenderlas. Y luego se empeñaron en venir y fundar Israel. Y para ello fueron todos unos terroristas o unos colaboradores de terroristas. En fin: éste es el tipo de argumentos simplistas que se encuentra uno leyendo la parte relativa a Israel-Palestina. Una pena, porque es un libro interesante y no era de esperar esa clase de distorsión de los hechos por parte del autor.

Pese a todo, A Line in the Sand es una obra bastante recomendable, bien escrita y que conviene leer con una mente abierta para tener otra perspectiva de la historia reciente de Oriente Medio. No es, como parece pretender James Barr, la clave que resuelve todos los conflictos vigentes, pero sí una pieza, una más, de este tremendo rompecabezas.

James Barr: A Line in the Sand: France, Britain, and the Struggle that Shaped the Middle East. Simon and Schuster, 2011, 464 páginas.