Avigdor Lieberman no parece salido de ningún laboratorio de marketing político. Es tosco y antipático; no es guapo, no tiene buena figura y es complicado arrancarle una sonrisa. Sin embargo, ha utilizado otros activos para sobrevivir en la política israelí, entre ellos la sinceridad y la implacabilidad. Con sus declaraciones sin filtro y sus acciones contundentes y polémicas, ha mantenido su partido político a flote, ha ocupado varias carteras ministeriales importantes, ha forzado la celebración de nuevas elecciones y ahora está proponiendo un Gobierno de unidad nacional en el que los partidos ultraortodoxos queden fuera.
En los ominosos años de la Segunda Intifada, recuerdo que un periódico español le apodó el “Jörg Haider israelí” por sus posturas antiárabes. En tal sentido, Lieberman sería el primer político populista del Israel contemporáneo –y no Netanyahu, como lo calificó The Economist–, por jugar a la creación de sujetos políticos contrapuestos y a proponer soluciones difícilmente realizables. Aunque desde esa estrambótica idea de intercambios de población y de sus comentarios descarnados, Lieberman ha evolucionado bastante.
A pesar de ello, su desafío a Netanyahu ha sido necesario, no sólo para la supervivencia política de Lieberman y su partido, que ha subido en las encuestas tras la voladura de las negociaciones para la formación de un Gobierno de partidos de derechas y partidos religiosos, sino para el futuro de Israel.
Entremos en contexto. El pasado mes de abril, las elecciones legislativas las ganó el líder del Likud y actual premier, Benjamín Netanyahu, pero al no obtener mayoría absoluta tenía que forjar alianzas, preferiblemente con partidos que tuvieran intereses o idearios parecidos o se avinieran a ello por interés nacional.
En España estamos poco acostumbrados a esto, pese a tener también una democracia parlamentaria; la situación política actual de bloqueo es, al fin y al cabo, la constatación de que estamos demasiado acostumbrados a Gobiernos monocolores. No obstante, en Israel ha sido así siempre, incluso en los años de hegemonía absoluta del Partido Laborista (el mejor resultado hasta la fecha ha sido el de los laboristas en 1969, con 56 escaños, a 5 de la mayoría absoluta). Es verdad que entre 1996 y 2001 Israel celebró elecciones distintas (ejecutivas y legislativas), pero el experimento no cuajó. En cualquier caso, después de la victoria de abril, Bibi iba a formar Gobierno con los partidos de derechas y con los religiosos; y entre los primeros, como socio preferente, estaba el Israel Beitenu (“Israel es nuestra casa”) de Lieberman.
Durante las negociaciones, los partidos religiosos, al igual que los demás, querían imponer sus líneas rojas. Como ya hemos visto, los partidos jaredíes, si bien no creen en la democracia, han sabido servirse de ella, han manejado muy bien la disputa de espacios y han sacado mucho provecho a su posición perenne de bisagra. La ley que les eximía de cumplir el servicio militar fue reformada en el año 2013, pero en ese Gobierno estaba el laico Yair Lapid y se rompió en 2015. Entonces, en unas nuevas elecciones, una coalición similar a la victoriosa en abril formó Gobierno y aparcó el asunto. Pero en marzo de 2018 el mismo Lieberman propuso una nueva ley de reclutamiento para reducir dicha eximente y el número de jóvenes ultraortodoxos que no hacen el servicio militar (mientras el resto de la población está obligada a ello), una ley que nuevamente ha sido objeto de controversia porque los jaredíes la quieren apartar o, de lo contrario, jibarizarla a un nivel que la haga prácticamente testimonial o inexistente.
Lieberman puede ser muy de derechas, incluso dice que su mujer y su hija son religiosas, pero, como confesó en una reciente entrevista, cree “en la tradición judía, pero también en el principio de vive y deja vivir (…) El asunto de la [separación entre la] religión y el Estado no puede ser pospuesto por más tiempo”. Su electorado (y presumiblemente una gran parte de los que votan por el Likud) piensa así. No es normal que en un país democrático exista un grupo con ciertos privilegios en detrimento del resto de la población. Y las prebendas, si no se detienen, tienden a expandirse. Lieberman ha aguantado el envite y ha hecho lo correcto.
Liel Leibovitz opina que esto no es una acción política de Lieberman en contra de los jaredíes, sino una venganza contra su antiguo jefe Netanyahu, al que nunca ha podido ganar políticamente. Ravit Hecht opina algo parecido en Haaretz y añade el componente de hambre de poder.
En cualquier caso, sea venganza, poder, compromiso con el electorado o incluso oportunismo político, la resistencia de Lieberman a modificar la Ley de Reclutamiento para satisfacer a los partidos jaredíes ha puesto el foco en un debate inconcluso en Israel, que amenaza con llevarse la convivencia social, y la misma democracia, por delante: los jaredíes tienen unos privilegios incompatibles con una sociedad democrática, y eso tiene que cambiar tarde o temprano.
Lieberman puede ser todo lo que todos los periodistas y políticos que le odian sea, pero está obrando acertadamente.