Contextos

Líbano: divididos seguiremos

Por Michael Young 

El cedro libanés.
"En el Líbano, la creencia de que los cargos deben ser decididos por las comunidades para las cuales están reservados ha reforzado la soberanía comunitaria, a costa de un Estado libanés unificado""No hay una solución fácil para este dilema, porque las tres más altas magistraturas del Estado deben, por definición, representar a toda la nación, y no sólo a sus comunidades"

Es revelador que una noción común en la política libanesa de las últimas décadas haya sido frecuentemente ignorada. Se trata de la noción de que al político más popular de cada comunidad le corresponde el derecho a asumir la más alta posición reservada a esa comunidad.

¿En qué casos se ha aplicado? De los presidentes Elías Hrawi y Emile Lahud difícilmente se podría destacar su popularidad en sus comunidades; ni siquiera lograron mayorías en las elecciones municipales de sus localidades. En cuanto a Michel Sleiman, una figura apenas divisiva, nunca fue aceptado por los maronitas, y le resultaba antipático a los seguidores de Michel Aoun.

En las comunidades musulmanas las cosas fueron diferentes. Rafik Hariri fue una destacada figura suní cuando fue primer ministro, y también cuando no. Tras las elecciones de 2005, la comunidad chií aclaró en términos nada ambiguos que Nabih Berri era su preferido como portavoz del Parlamento y que, por lo tanto, era a quien había que elegir.

La mayoría de los libaneses no ha oído hablar del principio cuius regio, eius religio, de la Paz de Augsburgo, que puso fin a un largo periodo de conflicto entre los católicos y los protestantes en el Sacro Imperio Romano. Significa literalmente «a tal rey, tal religión». Es decir, que correspondía a cada gobernante decidir la religión de su territorio. En el Líbano tenemos lo mismo pero al revés: si los puestos más importantes del Estado son los principados, corresponde a las comunidades decidir quién debe ser el príncipe.

Pero mientras que la Paz de Augsburgo reconocía la soberanía de los principados, en el Líbano la creencia de que los cargos deben ser decididos por las comunidades para las cuales están reservados ha reforzado la soberanía comunitaria, a costa de un Estado libanés unificado. El Líbano se parece cada vez más a una federación de comunidades, con los reflejos divisivos que ello comporta.

En nada se ha hecho esto más patente que en el continuo desacuerdo respecto al candidato presidencial. Uno de los principales argumentos contra Sleiman Franyieh es que no goza del mismo respaldo comunitario que Michel Aoun, y que por lo tanto no es un candidato legítimo. De hecho, ese fue el punto de desacuerdo en las sesiones de diálogo de hace unos días, cuando Franyieh y Gebrán Basil protagonizaron un altercado a cuenta de la representación.

¿Quién tenía razón? Franyieh insistía en que él tenía la representación comunitario, y apuntó que si se celebraran hoy unas elecciones abiertas él lograría la mayoría. Dicho de otro modo, que tenía la legitimidad en su propia comunidad, pero que también podía apelar a los no cristianos, trascendiendo las líneas confesionales. Teniendo en cuenta la función del presidente –según la Constitución, es un «símbolo de la unidad nacional»–, el argumento de Franyieh era convincente.

Sin embargo, Basil apuntó que si un presidente simboliza la unidad nacional, entonces la condición previa es que sea capaz de hablar por su propia comunidad, y no limitarse a satisfacer a los representantes de las comunidades no cristianas. También recordó que cuando Saad Hariri fue desalojado en 2011 por Hezbolá y Aoun, los suníes sintieron que se socavaba uno de los pilares del sistema consensuado de reparto del poder. Eso no explicaba por qué los aounistas ayudaron a expulsar a Hariri, pero confirmaba su argumento de que Aoun merece ser presidente.

No obstante, el historial desde el final de la guerra en 1990 se ha caracterizado por una rancia hipocresía. La representación ha consistido invariablemente en obras de teatro sobre el poder político. Cuando los sirios se revolvieron contra Rafik Hariri en 1998, fue destituido de su cargo. Cuando ellos, los aounistas y Hezbolá, lo hicieron contra Saad Hariri en 2011, también tuvo que marcharse. Durante 26 años, las preferencias de los cristianos han sido rechazadas porque la comunidad no tenía los medios, y mucho menos la unidad, de imponerlas.

Sólo Berri tiene experiencia y, de nuevo, encarna la idea de que la opción comunitaria para un alto cargo debe ser respaldada por otras comunidades, y sólo porque él tuvo el respaldo de Hezbolá.

No hay una solución fácil para este dilema, porque las tres más altas magistraturas del Estado deben, por definición, representar a toda la nación, y no sólo a sus comunidades. Sin embargo, cuando algunas comunidades han respaldado a determinados candidatos para posiciones reservadas han solido justificarse insistiendo en que su favorito gozaba, por encima de todo, de legitimidad comunitaria.

Tal vez el dilema proviene del hecho de que los libaneses han perdido toda noción de país. Cuando se concibió el Pacto Nacional, en 1943, se presuponía que el sistema sectario, al menos en teoría, iría siendo desplazado a medida que la unidad nacional cobrara preeminencia. Esto lo repetía a menudo un destacado ideólogo del sistema, Michel Chiha, que escribió:

Los libaneses deben gobernarse de tal modo que puedan mitigar lo paradójico de su situación; deben ‘perdurar’ lo suficiente para alcanzar una situación de equilibrio ‘permanente’.

Se trataba de una manera perifrástica de decir que el dividido sistema libanés necesitaba tiempo para que los factores que empujaban hacia la unificación quedaran anclados por sí mismos. Pero lo cierto es que, a lo largo de las últimas décadas, especialmente después del inicio de la guerra de 1975, las fuerzas centrífugas han ganado empuje, así que hoy el Estado es una alianza dispersa de comunidades cuyas realidades se definen por quién quien está en el poder, más que un sistema unitario en ciernes.

Hasta que los libaneses no definan mejor qué Estado quieren, problemas como la desconexión entre la popularidad comunitaria y la legitimidad nacional seguirán ahí. Chiha podría haber hablado con la misma facilidad, más que de sus paradojas, de la esquizofrenia libanesa: la de un país que no es capaz de decidir si quiere ser un país o muchos.

© Versión original (en inglés): NOW
© Versión en español: Revista El Medio