El campo de refugiados de Zaatari se extiende a través del monótono y descolorido desierto del norte de Jordania, a seis millas de la frontera con Siria, un país desmembrado por la guerra civil. La opinión generalizada entre sus 120.000 habitantes ha sido durante mucho tiempo la misma que en Washington: la caída del dictador sirio Bashar al Asad es inevitable e inminente; una vez se produzca, los desplazados podrán regresar a casa. Pero el pasado día 5 combatientes de Hezbolá procedentes del Líbano derrotaron a fuerzas rebeldes sirias en la estratégica ciudad de Qusair.
Ahora los refugiados dicen: “La rebelión no está teniendo éxito, no podemos regresar, tendremos que quedarnos”. Psicológica y prácticamente, es un cambio significativo.
Quien me cuenta esto es Kilian Kleinschmidt, un corpulento berlinés de 50 años, del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur). Durante los últimos tres meses ha sido el coordinador principal del campamento –el “alcalde”, dice medio en broma–. Estamos sentados en la oficina de Kleinschmidt, una caravana prefabricada blanca, de metal. Es un viejo profesional que ya antes ha dirigido campamentos de refugiados en rincones conflictivos del mundo como Kenia, Pakistán, el Congo o Somalia.
“Era mejor hasta en Mogadiscio”, dice. “Allí por lo menos sabía quiénes eran mis amigos y mis enemigos. Aquí… esto es un puzzle de 10.000 piezas. Es un lugar desgraciado. Y muy peligroso. Aquí hay mala gente que está utilizando como rehenes a todos los demás”.
Entre esa mala gente hay ladrones, vándalos, falsificadores, violadores, traficantes de droga, contrabandistas, pandilleros, mafiosos y “revolucionarios”. Respecto a esta última categoría, Kleinschmidt afirma: “Aún no estoy preparado para discernir sus ideologías”. Pero ha visto las banderas del Ejército Libre Sirio y del Frente Al Nusra, afiliado a Al Qaeda.
Muchos de los que viven aquí han perdido sus posesiones y a familiares. Pese a semejantes traumas, o quizá a causa de ellos, están muy dispuestos a manifestar sus quejas, y sus protestas a menudo se convierten en disturbios. “Tenemos mucha violencia, tanto entre los refugiados como contra el personal”, dice Kleinschmidt, con naturalidad. “Sólo durante la semana pasada, tuvimos seis heridos entre los miembros del personal. Y yo aún tengo la garganta irritada por los gases lacrimógenos”.
Se han asignado policías jordanos para mantener el orden en Zaatari. El éxito les ha eludido. “Hace unas seis semanas, dos policías resultaron muertos y doce, heridos”, señala Kleinschmidt. “A uno lo sacaron a rastras de su coche y lo apedrearon”.
El robo es un problema crónico: de comida, de suministros, de electricidad (telarañas de cables parasitan las líneas de suministro en algunos de los barrios del campamento), incluso de caravanas. “Cogen postes de acero de las vallas, les ponen ruedas y mueven las caravanas”, dice Kleinschmidt. “De hecho, nos robaron una comisaría de policía, ocho caravanas. Desaparecieron, sin más, mientras uno de los equipos policiales se había ido y el otro aún no había llegado. No he visto cosas así en ningún otro sitio”.
Jordania acoge actualmente a unos 560.000 refugiados sirios. Los que están en campamentos absorben recursos escasos, especialmente agua y energía. Los que se han escabullido a las ciudades compiten por trabajos y alojamientos, y pueden caer en actividades criminales o suponer un riesgo para la seguridad.
La población de Jordania es de sólo 6,4 millones de personas, lo que significa que si Zaatari fuese una ciudad sería la quinta más grande del país. De hecho, cada vez adquiere más características urbanas. Ahora tiene calles con puestos a los lados, en los que se ofrece de todo, desde pollo asado a helado, ropa o electrodomésticos. Kleinschmidt me dice que también hay prostíbulos y garitos de juego.
Pero el alemán no parece abrumado. Al contrario, está muy alegre, y justificadamente orgulloso del trabajo que hace: crear un oasis en el desierto. Un oasis con problemas, cierto, pero uno en el que se están salvando vidas.
Si los refugiados no pueden regresar pronto a casa, Kleinschmidt hará lo que pueda para mejorar sus vidas aquí. Para empezar, quiere que todos vivan en caravanas, que tienen ventanas, suelos y puertas que se cierran, y no en tiendas. Además, quiere crear licencias para lo que hasta ahora es comercio sin regular y evitar que bandas criminales cobren impuestos a los comerciantes. Quiere dar a los residentes cierta responsabilidad en el gobierno y la seguridad de sus barrios. Muchos de ellos además necesitan trabajar, dice, y emplear el dinero que ganan en pagar por los servicios que reciben para no convertirse en dependientes y ociosos, una combinación que, en su opinión, alimenta los problemas.
Nada de esto resulta barato, y los ricos países árabes exportadores de petróleo no se están rascando mucho los bolsillos. Los estadounidenses y los europeos tampoco es que se sientan rebosantes de filantropía estos días. Naciones Unidas ha hecho un pedido de emergencia de 5.000 millones de dólares, el mayor de la historia.
Nadie puede adivinar cuándo acabará la lucha en Siria. El presidente Obama ha prometido ahora que enviará armas a los rebeldes. Nadie confía en que esa ayuda baste para alterar el curso del conflicto. Y si Asad –que cuenta con el sólido apoyo de Irán, Hezbolá y Rusia– resulta victorioso, puede que no reciba a los refugiados con los brazos abiertos.
Jordania no es el único vecino de Siria que alberga desplazados: hay al menos un millón más en el Líbano y en Turquía. El río aún está creciendo. Es probable que la situación empeore antes de mejorar. No es improbable que empeore antes de empeorar.
Foundation for Defense of Democracies