Nunca jamás ha conseguido una potencia extranjera ocupar Afganistán, o siquiera permanecer en ese aislado y remoto país de Asia central. Los persas, los mongoles, los británicos, los rusos… ninguno ha sido capaz de imperar. Hasta Alejandro Magno se fue, dejando tras de sí sólo unos cuantos afganos rubios de ojos verdes.
Hubo un tiempo en que estuve cautiva en Kabul. Esa peripecia espléndida y peligrosa se convirtió en una suerte de tesoro para una escritora como yo. De cuando en cuando, echo de menos la belleza espléndida y desaforada de las montañas, a las nómadas descalzas de rostro despejado, el encanto y el humor de los afganos. Lo que no extraño es verme privada de mi pasaporte norteamericano y de mi libertad.
Se esperaba que, como nuera, viviera con mi suegra. Y eso es lo que hice. También se esperaba que me convirtiera al islam. Descubrí que mi suegro tenía tres esposas y 21 hijos. Toda una sorpresa para mí.
Aunque aún no habían hecho acto de presencia los talibanes, el trato a las mujeres y a los pobres dejaba mucho que desear. No se me permitía salir sola, sin compañía masculina. Y aunque en aquel entonces, mediados del s. XX, las mujeres no llevaban velo, sólo las más adineradas y formadas, con acceso a chóferes y sirvientes, viajaban sin llevar largos velos ni trastabillar con los chadores o burkas.
Afganistán es el país que acogió a Osama ben Laden luego de que Arabia Saudí y Sudán lo exiliaran. Allí fue donde planeó el 11-S y donde se ocultó exitosamente –al menos hasta que se trasladó a Abotabad, feudo de la élite castrense paquistaní.
Hace casi 20 años, el presidente George W. Bush mandó al Ejército norteamericano a encontrar a Ben Laden y a castigar a quienes lo cobijaban. Fracasamos en esa misión, pero nuestra presencia sobre el terreno permitió que se construyeran refugios para mujeres maltratadas y escuelas para niñas. Y alentó a las mujeres a convertirse en policías, periodistas, médicas, y se presentaran a las elecciones.
Como sabemos, muchas de ellas fueron amenazadas de muerte, y algunas acabaron siendo asesinadas por los talibanes. Pero eso no impidió que otras tomaran valerosamente su relevo. Mientras se encontraba en el interior de su vehículo, la exdiputada Fawzia Kufi fue tiroteada. Sobrevivió, pero aún no se sabe si quien trató de asesinarla era miembro del Talibán o de Al Qaeda.
El presidente Biden está decidido a retirar las tropas que quedan en Afganistán para el próximo 11 de septiembre.
Las implicaciones son de todo tipo y atañen tanto a los derechos humanos como a la lucha contra el terrorismo y las cuestiones de orden militar. Aunque los soldados estadounidenses han sido demonizados y bendecidos, son muchos los civiles afganos preocupados por lo que les ocurrirá cuando se vayan.
En los tres primeros meses del año, el número de civiles heridos o muertos se ha incrementado un 29% con respecto al mismo periodo del año pasado, según el New York Times. “La retirada norteamericana será sin duda un golpe tremendo para la moral de las fuerzas de seguridad afganas (…) sin apoyo militar norteamericano, las tropas del Gobierno se enfrentan a unos enemigos, los talibanes, que con frecuencia tienen más experiencia y están mejor equipados que los soldados [afganos]”.
He aquí una de mis preocupaciones: el momento en que el último soldado americano abandone el país será el mismo en que los bárbaros meterán fuego a los refugios para mujeres maltratadas y a las escuelas para niñas; y empezarán a lapidar en público a las mujeres por las presuntas fechorías que hayan cometido. A los ladrones se les cortarán las manos, como dicta la sharia. Las mujeres volverán de nuevo a trastabillar envueltas en sus chadores y burkas, esas cámaras andantes de privación sensorial.
Basireh Heydari, alumna de la Universidad de Herat, ha declarado: “Los americanos se están yendo. Nos esperan días terribles con el Talibán. Temo que no me dejen salir de casa (y mucho menos para ir a la universidad)”. Otra estudiante, Salma Ehrari, quiere que el mundo sepa que los talibanes “les están engañando, no han cambiado”; y hace a los americanos responsables de lo que suceda, no a los talibanes, “pues es simplemente su naturaleza”.
Aun con presencia norteamericana, el Ministerio afgano de Asuntos de la Mujer informó de 6.500 incidentes misóginos en 2019. El año anterior, unos individuos degollaron a tres empleados de una escuela de Nangarhar antes de prender fuego al edificio. El año pasado se difundió un vídeo en el que se ve a una mujer siendo lapidada hasta la muerte mientras la turba clama “Alahu Akbar!” (“¡Alá es grande!”).
Ahora bien, ¿somos moralmente responsables de lo que no podemos hacer, como por ejemplo educar a los talibanes en el respeto a toda vida humana, incluida la de las niñas, los niños y las mujeres, así como la de los infieles? ¿Podemos imponer exitosamente una concepción occidental de los derechos humanos allí –o en los vecinos Pakistán e Irán–, aun cuando seamos tachados de racistas, imperialistas y colonialistas, a menudo por parte de progresistas occidentales?
¿Cuánta sangre y dinero hemos de seguir dejándonos en el empeño? Desde 2001, son más de 2.300 los soldados norteamericanos muertos en Afganistán. En estos momentos, los talibanes, ricos traficantes de opio, rodean diez ciudades. No se puede confiar en sus promesas.
Tras nuestra retirada, dice el coronel retirado Chris Kolenda, el Talibán decidirá que “Occidente no es de fiar y que seguirá adelante con su ofensiva total (…) Es probable que el Talibán cobre un gran impulso”. Si EEUU rompe el acuerdo suscrito por la Administración Trump, el Talibán “se volverá hacia Rusia y China en busca de ayuda”.
¿Qué consecuencias tendrá que se permita al terrorismo antioccidental florecer en Afganistán? ¿Cómo afectará nuestra retirada a las decisiones de los otros miembros de la OTAN con contingentes sobre el terreno?
Pero ¿cuánto más hemos de sacrificar en lo que puede ser un intento fracasado de sostener a un Estado fallido e impedir que cobre fuerza el terrorismo antioccidental en esas bellas tierras yermas?
Según Lisa Curtis, responsable de la cuestión afgana en el Consejo de Seguridad Nacional del presidente Trump, deberíamos permanecer en el país. “Hay costes asociados a mantener las tropas”, afirma, “pero los riesgos de retirarnos completamente sobrepasan con mucho los costes de mantener un reducido número de soldados. Creo que la cuestión es esta: ¿está EEUU dispuesto a gastar 5.000 millones de dólares al año, que es lo que cuesta mantener un reducido contingente de 2.500 efectivos? ¿Merece la pena, es un seguro para impedir un nuevo ataque como el del 11-S?”.
Con todo, Curtis admite que una fuerza tan pequeña no sería capaz de evitar la inevitable guerra civil… y algo peor: terroristas de todo el mundo acudirán allí, “y es probable que sea un santuario terrorista peor de lo que lo fue antes del 11-S”.
Nuestra presencia posibilita que haya unos 8.500 soldados de la OTAN.
Estos honorables expertos no se centran en el coste de la retirada de EEUU y la OTAN en materia de derechos humanos. Y yo no puedo ayudar pensando en esas mujeres. Una vez, fui una de ellas.
© Versión original (en inglés): The Algemeiner
© Versión en español: Revista El Medio