Libia se encuentra sumida en un segundo alzamiento popular. Pero esta vez es contra las milicias (todas ellas locales y la mayoría islamistas) que han dividido el país en una serie de feudos de lo más dispar e intimidado y chantajeado al débil Gobierno central, y que hace poco volvieron a abrir fuego contra manifestantes desarmados que se oponían a sus abusos.
En Trípoli y Bengasi la gente ha dejado claro su rechazo a estos matones, arriesgando abiertamente la vida en manifestaciones de protesta. La cuestión que se plantea ahora en el país es si la abrumadora mayoría inerme podrá dominar a potentes bandas fuertemente armadas.
Las milicias no combaten sólo por el poder, que siempre es la causa de los conflictos políticos, sino, más concretamente, por el dinero. Tras la caída de Muamar el Gadafi, se esperaba que los infraexplotados recursos petrolíferos libios hicieran llegar un aluvión de petrodólares, que sirvieran para financiar la reconstrucción tras más de cuarenta años de grotesco desgobierno y de un cruento conflicto para derribarlo. SIn embargo, han resultado ser una carga tanto como una oportunidad, porque a los predecibles factores que guían a las milicias locales e ideológicas se añade la batalla por los despojos de la incrementada producción petrolífera y sus exportaciones. La misma lucha por el dinero ha inspirado un naciente movimiento secesionista (o, al menos, que pretende una autonomía radical) en la provincia oriental, con sede en Bengasi, y que amenaza fundamentalmente con dividir el país en dos.
Las milicias constituían la columna vertebral de las fuerzas que lograron derrocar a Gadafi. Pero el nuevo Gobierno, carente de medios inmediatos para desarmarlas, y al no haber heredado instituciones funcionales del régimen anterior, trató de aplacar, acomodar e incorporar a aquéllas a las nuevas estructuras estatales, en vez de desarmarlas. El resultado ha sido que se les ha otorgado un poder enorme, sobre todo en las principales ciudades.
El Gobierno central no controla realmente Trípoli. Milicias rivales, muchas de ellas con base en otras ciudades y que representan a diversos intereses locales e ideológicos (a menudo islamistas), dominan diversas partes de la capital. Bandas rivales procedentes de Misrata, Zintan y de otras localidades y zonas libran combates en los que se disputan el territorio capitalino y sus principales infraestructuras.
Han intimidado al Parlamento para que apruebe una legislación política ridícula y autodestructiva, y se han dedicado al secuestro de altos cargos, al asesinato, a los atentados y a cualquier forma imaginable de sembrar el caos para conseguir sus propios y limitados intereses.
El pasado viernes, las milicias de Trípoli abrieron fuego contra manifestantes desarmados que protestaban por sus abusos. Al menos 43 resultaron muertos, y los heridos se contaron por centenares. La población capitalina se ha alzado contra las milicias, y las fuerzas que el Gobierno tiene a su disposición, cualesquiera que sean éstas, tratan de arrebatar el control a las bandas armadas, especialmente a la milicia de Misrata. Pero, por ahora, su éxito es altamente cuestionable.
Tras el atentado mortal contra el consulado estadounidense en Bengasi del año pasado, hubo un levantamiento popular similar contra las milicias de allí, pero a ello siguió una oleada de brutalidad por parte de los matones armados y la vuelta al que, en la práctica, es un estado de anarquía.
La inestabilidad en la zona oriental de Libia ha provocado incluso que aparezca un movimiento separatista que insta a la secesión o a un nivel de autonomía que, de hecho, equivaldría a la independencia; además, este movimiento ejerce, al menos teóricamente, el control sobre los recursos petrolíferos en esa mitad del país.
Si bien estas declaraciones no se han convertido en una realidad fehaciente, se aprovechan de décadas de resentimiento que Bengasi y el este del país acumulan contra Trípoli y el oeste, a los que se consideraba injustamente privilegiados por Gadafi y que poseen una identidad regional propia, incluso protonacional.
Así pues, lo que está en juego no es sólo la lucha del pueblo y de un Gobierno sin poder contra las milicias y la anarquía que representan, sino la cuestión de la ley y el orden y de una gobernabilidad básica. En último término, la integridad territorial de Libia podría estar en peligro.
En lo que están de acuerdo casi todos los observadores es en que si el Gobierno no es capaz de recuperar el control –al menos sobre las principales ciudades– en el próximo año, más o menos, puede que sea demasiado tarde para que Libia conserve su integridad. La alternativa es un Estado dividido y, en la práctica, fallido, gobernado por señores de la guerra y por gángsteres en una serie de feudos dispares; puede que incluso se produzca una división formal en dos partes.
El Gobierno tiene, claramente, el apoyo popular, y Estados Unidos dice que adiestrará a 8.000 soldados libios en Bulgaria, en un intento de reforzar al Ejército oficial.
Hemos entrado en una larga lucha de voluntades entre el pueblo libio y unos gángsteres investidos de poderes excesivos que, con frecuencia, además son extremistas. Tal y como están las cosas, los matones, básicamente, tienen las de ganar. Pero va muy en interés de la región y del mundo apoyar al pueblo libio en su segunda revolución, esta vez no contra un dictador atrincherado y centralizado, sino contra bandas criminales muy heterogéneas y de carácter fuertemente local.