Por suerte, volver a reflexionar hoy sobre la guerra de Irak no requiere volver a los términos del debate de hace diez años. No está de más recordar alguna profecía incumplida, como la que predecía una tercera guerra mundial si EEUU y sus aliados derrocaban a Sadam. Pero éste y otros eran argumentos propagandísticos: de los que estaban contra la guerra de Irak porque estaban contra los Estados Unidos. Esa era toda su racionalidad y por eso no merece la pena revisitarlos.
Una década no es tiempo suficiente para pronunciar un veredicto final sobre el impacto de aquella guerra, pero sí lo es para apreciar mejor qué tenemos en los dos platillos de la balanza. Se puede, así, intentar valorar si los resultados positivos compensan el sacrificio que supuso en vidas de combatientes y civiles, y el coste en recursos económicos que hubo que dedicarle.
Naturalmente, esa no es una operación contable, y dependerá de cómo valoremos los distintos bienes e intereses en conflicto. Podemos celebrar que Irak sea hoy una democracia, imperfecta e inestable, pero democracia al fin y al cabo. Como hemos de congratularnos de que desapareciera el peligro que suponía un tirano belicista como Sadam para su pueblo, para Oriente Medio y para el resto del mundo. También fue un efecto positivo que dictadores de la zona, como Gadafi, echaran el freno a sus planes de disponer de armas de destrucción masiva.
En suma, se puede suscribir lo que ha escrito Jeff Jacoby: que la guerra de Irak tuvo un coste tremendo, pero que el statu quo ante era peor. Y aun así cabe preguntarse si lograr un statu quo mejor merecía tantos sacrificios. Mucho me temo que una evaluación de ese tipo no arrojará nunca un resultado nítido, que no permitirá emitir un juicio inapelable. Máxime cuando siempre nos faltará un elemento de peso en la balanza, porque no sabemos qué habría ocurrido sin la guerra.
No sabemos, por ejemplo, si el Irak de Sadam se habría convertido en base de operaciones de Al Qaeda para lanzar atentados de envergadura contra los países infieles. Lo que sabemos es que la amenaza del terrorismo islamista, tan presente en el escenario global después del 11-S, se redujo a una dimensión cuasi residual. Esto no significa que el terror, islamista o sectario, haya desaparecido del mapa. Los iraquíes siguen sufriendo atentados. Pero no es lo que fue, y parece innegable que las guerras de Afganistán y de Irak fueron factores determinantes en la reducción de aquella amenaza. Además, contra lo que predijeron algunos, la War on Terror no provocó la aparición de un peligro similar o peor del que representaba la banda de Ben Laden.
Una evaluación de la guerra de Irak quedaría, en todo caso, incompleta si no se examinaran también los errores. Ahí surgen, al menos, dos aspectos de importancia. Dos problemas que fueron mucho más complejos de lo que se preveía al empezar el conflicto.
Acabar con el ejército de Sadam fue relativamente fácil, pero atajar la plaga de atentados terroristas, secuestros y otras acciones violentas que se cobraron tantas vidas costó muchísimo más tiempo y esfuerzo. La guerra no convencional, que es la guerra del terrorismo, plantea retos que en Irak no se supieron prever y afrontar debidamente desde un principio.
De manera similar, fue relativamente sencillo derribar la estatua de Sadam, pero resultó mucho más complicado construir una democracia. La falta de seguridad, los atentados constantes no ayudaban nada. Por eso, dicho sea de paso, era aún más meritorio que los iraquíes acudieran a votar masivamente. Al azote terrorista se añadieron las dificultades que trajo un desmantelamiento del régimen que fue también un desmantelamiento del Estado. Era empezar desde cero en las peores condiciones.
A esos factores circunstanciales hay que agregar otro de mayor alcance. Porque la cuestión de fondo que surge de la experiencia iraquí es que la democracia no se exporta –ni se importa– fácilmente. La democracia no es como una franquicia, pongamos, de McDonald’s, aunque McDonald’s tampoco abre en cualquier sitio. Al contrario que la mayoría de las franquicias comerciales, la democracia no puede abrir con los mismos muebles y productos en todos los lugares. Por ejemplo: no se rompe ni sustituye así como así la red de lealtades tradicionales (clanes, tribus) por el más abstracto entramado de lealtades que requieren las instituciones democráticas.
Pensar que existe un modelo de democracia –la democracia liberal– que funciona como un patrón universal es una ilusión que conduce a errores. El problema se plantea ahora en otros países de la región como resultado de la primavera árabe y Bernard Lewis apuntaba esta reflexión, en una entrevista con el Wall Street Journal:
Tenemos muchas más posibilidades de establecer –yo dudo en usar la palabra ‘democracia’– algún tipo de sociedad abierta y tolerante, si se hace dentro de sus sistemas, de acuerdo con sus tradiciones. ¿Por qué deberíamos esperar que adoptaran un sistema occidental? ¿Y por qué hemos de esperar que funcione?
Con la guerra de Irak uno puede tratar de discernir si mereció la pena, desde luego. Pero pienso que tiene más interés extraer alguna lección de la experiencia. Aunque no sea ésa, seguramente, la perspectiva que prefieran los defensores y detractores a ultranza de aquélla. Igual porque como dijo Josep Pla, “es más fácil juzgar que comprender”.