Antaño un país laico y en vías de modernización, el despiadado ataque de Turquía a los periodistas despierta graves dudas sobre su futuro.
El pasado 25 de enero el primer ministro turco, Recep Tayyip Erdogan, realizó un impactante anuncio que pasó generalmente inadvertido: su Gobierno estaba interesado en unirse a la Organización de Cooperación de Shanghái (OCS).
La OCS fue fundada en 2001 y entre sus miembros se encuentran Rusia, China y las cuatro repúblicas post-soviéticas de Asia Central. Su objetivo (implícito, aunque innegable) es servir de contrapeso autoritario a dos organizaciones democráticas, la Unión Europea y la Organización del Tratado Atlántico Norte. Así que, si bien sus comunicados tienen el mismo estilo que los de la OTAN, y en ellos habla de su disposición a “cooperar” para mantener la seguridad en la región, la OCS, por ejemplo, no ha apoyado misiones humanitarias para proteger a poblaciones civiles vulnerables, como hizo la OTAN en los Balcanes y, más recientemente, en Libia; operaciones que además conllevaron la caída de regímenes autoritarios. Al mismo tiempo, la OCS ha servido de plataforma para discursos antioccidentales. Hace dos años el presidente iraní, Mahmud Ahmadineyad, declaró en su seno que Estados Unidos había organizado los ataques del 11-S “como excusa para invadir Afganistán e Irak, y para matar y herir a más de un millón de personas”.
Pero la prueba más reveladora del propósito de la OCS es la condición de que sus miembros no puedan, al mismo tiempo, formar parte de la OTAN. Turquía es, actualmente, “socio dialogante” de la OCS; es una especie de estatus de observador. Ankara, por supuesto, ha otorgado una gran importancia a su condición de miembro de la OTAN, y ha tenido un significativo e influyente papel en ella gracias a su situación geográfica –en las fronteras de la antigua Unión Soviética– y a su proximidad a Irán, Irak y el Gran Oriente Medio. Pero mientras la campaña turca para unirse a la UE permanece paralizada, la mirada del primer ministro Erdogan se ha vuelto hacia Oriente. En enero declaró que si el presidente ruso, Vladimir Putin, decidía incluirles en la OCS, se “olvidarían” de la UE.
Semejantes amenazas podrían ser un maniobra táctica para presionar a los encargados de la toma de decisiones en la UE, especialmente a los de París y Berlín. En febrero, el comisario de Energía alemán mostró su sensibilidad ante tales presiones cuando declaró en un discurso:
Apostaría a que un día, durante la próxima década, un canciller alemán y su homólogo francés tendrán que arrastarse sobre sus rodillas hasta Ankara para rogar a los turcos: “Amigos, venid a nosotros”.
Hay algo mucho más preocupante tras el farol de Erdogan, algo que podría reflejar el profundo giro que parece estar dando Turquía. Bajo la férula del islamista AKP (Partido de la Justicia y el Desarrollo), el país se está alejando de los ideales democráticos y liberales de la Unión Europea hacia algo muy inquietante.
A diferencia de la OTAN, que aceptó como miembros a Grecia y Turquía cuando ambas eran gobernadas por dictaduras militares anticomunistas, la UE se enorgullece de ser un bastión de los valores progresistas. Sus miembros deben comprometerse a respetar el sistema democrático, los derechos sindicales, los derechos humanos, la igualdad de género, el pluralismo político y la libertad de prensa. Además, han de someter a la supervisión de varios organismos comunitarios su legislación sobre una serie de materias, que van desde la protección del medioambiente a la regulación de la seguridad alimentaria. Hasta ahora, Turquía sólo ha cumplido uno de los 34 requisitos de entrada en la UE; uno referido a la financiación de la investigación científica.
La posibilidad de la entrada de Turquía en la UE ha originado una floreciente industria de grupos de estudio, expertos, libros, y un continuo flujo de producción periodística al respecto. Mientras que, tras la Guerra Fría, el ingreso de naciones del antiguo bloque del Este (como la República Checa, Polonia y los Estados bálticos) siempre se consideró una cuestión de tiempo, la solicitud de Turquía, presentada formalmente en 1987, ha resultado mucho más problemática. Pese a que diversos representantes europeos turcófilos afirmen que es “natural” que Turquía ocupe un lugar en la UE, es una cuestión muy seria si un país con más de 70 millones de musulmanes puede encajar en Europa, por muy post-cristiana que ésta sea. Y, con todo el debate sobre el papel del islam y las consiguientes preocupaciones acerca de la igualdad de género, los derechos de los homosexuales y otras cuestiones igualmente importantes para la UE, puede que el indicador más evidente de la falta de admisibilidad turca ni siquiera tenga una base cultural: se trata, más bien, de los incesantes ataques de Ankara a diferentes manifestaciones de la libertad de expresión, particularmente a la libertad de prensa.
Dicho claramente: Turquía no garantiza la libertad de prensa. Las prisiones turcas albergan hoy a más periodistas que las de ningún otro país del mundo, incluidos China e Irán. El año pasado Reporteros Sin Fronteras la denominó “la mayor cárcel mundial de periodistas”, y en 2013 la ha situado en el puesto 153 (de 179) de su índice anual de libertad de prensa, por detrás de la Autoridad Palestina, Rusia y Singapur. A finales de 2011 había entre 3.000 y 5.000 causas pendientes contra periodistas. El Gobierno goza de amplia autoridad para procesarlos por motivos que en países democráticos les harían merecedores de un premio. Por ejemplo, “violar la confidencialidad de una investigación” e “influir en un juicio justo” son actividades ilegales en Turquía, lo que convierte al periodismo de investigación en una actividad de riesgo. Los periodistas turcos son perseguidos simplemente por hacer su trabajo.
El 8 de septiembre de 2006 un grupo de policías infiltrados detuvo a Füsun Erdogan (sin parentesco con el primer ministro) a plena luz del día; la obligaron a entrar en un coche y la condujeron hasta una casa aislada, donde fue obligada a permanecer tumbada en el suelo con los ojos vendados. Fundadora de una emisora de radio crítica con el Gobierno, fue acusada de “tratar de alterar el orden constitucional por la fuerza” debido a su supuesta pertenencia al ilegal Partido Comunista Marxista Leninista. La única prueba contra ella no fue presentada hasta meses después, y resultó ser extremadamente dudosa: una lista de miembros del partido en la que figura su nombre, y que sus abogados consideran falsa. Erdogan sigue en la cárcel a día de hoy –lleva más de seis años en prisión provisional–, y en noviembre fue sometida a una operación por el cáncer de tiroides que padece.
El de Füsun Erdogan no es un caso excepcional: en su batalla contra los medios opositores, el Gobierno turco abusa considerablemente de la práctica de la detención sin juicio. Según el Comité para la Protección de los Periodistas (CPJ, por sus siglas en inglés), más del 75% de los periodistas encarcelados en el país fueron detenidos mientras estaban en espera de juicio o sentencia. Varios de ellos han sido acusados en el marco del caso Ergekenon, una investigación en curso sobre una supuesta gran conspiración en la que estarían implicados políticos, generales y personalidades de los medios de comunicación, que pretenderían derrocar al Gobierno mediante un golpe militar. Hasta ahora, casi 150 personas han sido encarceladas, acusadas de formar parte de la trama. El año pasado el Gobierno hizo detener al antiguo jefe del Estado Mayor, Ilker Basbug –jubilado hace dos años–, bajo la acusación de estar implicado en la conjura. “La idea de que Basbug encabece una organización terrorista requiere un verdadero esfuerzo de credulidad”, declaró a The Economist Eric Edelman, antiguo embajador estadounidense en Turquía.
Policías y fiscales no siempre recurren a tácticas tan extremas. El uso estratégico de arrestos, investigaciones fiscales y condenas públicas por parte del primer ministro y sus acólitos ha surtido un evidente efecto disuasorio. Así, en 2008 Erdogan censuró duramente a una revista por informar acerca de la contaminación: “O cierran su publicación o dejan de escribir mentiras”. Durante los últimos diez años, varios columnistas y reporteros de medios afines a la oposición han sido despedidos o han visto cómo su trabajo era marginado. En un informe del CPJ de 2012 se leía:
Una y otra vez las autoridades vinculaban la información sobre grupos prohibidos y la investigación de temas conflictivos con el terrorismo u otras actividades en contra del Estado.
Los intentos del AKP por acallar las críticas van más allá de la persecución individual de periodistas; en 2009 el Gobierno impuso una multa de 3.200 millones de dólares por evasión de impuestos al grupo Dogan, propietario del popular diario Hürriyet y de otros medios impresos y audiovisuales. Dogan se ha mostrado muy crítico con el AKP, y la multa sobrepasa el valor de los activos de la compañía, lo que seguramente no es una coincidencia. Erdogan ha insistido en que no tiene nada que ver con el asunto y que la cuestión es competencia de las autoridades fiscales, pese a que con anterioridad realizó llamamientos a sus partidarios para que boicotearan a Dogan.
Irónicamente, el AKP ha basado su campaña contra los periodistas en leyes aprobadas por el régimen militar que tomó el poder en 1980, en un golpe de estado. Mientras que la formación islamista invoca continuamente el fantasma del golpe en su lucha contra las fuerzas laicas del país, las leyes que emplea contra sus críticos son las mismas que empleaban los militares para procesar y encarcelar a sus seguidores y a otros activistas antigubernamentales. Como resultado de ello, las señas de identidad de la dictadura militar son evidentes en la propia conducta del AKP, pese a que éste califica prácticamente todas las críticas a su gobierno de preludio de una nueva dictadura. Las diversas violaciones del Estado turco a la libertad de expresión “constituyen una de las mayores campañas que el CPJ ha documentado en los 27 años años que lleva recopilando registros de periodistas encarcelados”, dice la referida organización.
Las tácticas represivas del Gobierno tampoco se limitan a detener a periodistas que reclaman un cambio político. El pasado día 15 el famoso pianista Fazil Say fue condenado a 10 meses de libertad condicional por “insultar las creencias religiosas de un sector de la sociedad”. ¿Su delito? Retuiteó unas palabras atribuidas al poeta Omar Jayam en las que se preguntaba si el jardín del Edén era un burdel, y luego envió un tuit propio que decía:
No sé si lo habréis notado o no, pero allá donde hay un estúpido o un ladrón, hay alguien que cree en Dios. ¿Es una paradoja?
Si bien la persecución a periodistas es algo especialmente desagradable para los occidentales, los ataques de Ankara a la libertad de expresión van mucho más allá y alcanzan incluso a la cuestión fundamental del derecho a utilizar una determinada lengua. En un nuevo retorno a ese mismo pasado autoritario que afirma rechazar, el AKP ha aplicado con el máximo rigor una ley de 1991 que prohíbe el empleo del kurdo en instancias oficiales. Pese a que los kurdos constituyen una quinta parte de la población, esta ley se aplica a la enseñanza pública e incluso a los discursos parlamentarios. La norma se ha empleado contra una serie de políticos kurdos, y de manera señalada contra Leyla Zana, la primera parlamentaria de dicha minoría, que fue perseguida por el Gobierno en 1994 después de leer una única línea en kurdo en su discurso inaugural como miembro del Legislativo. Ese mismo año Zana fue sentenciada a 10 años de cárcel por un presunto delito de colaboración con el Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK). Mientras estuvo en prisión, la UE le concedió el Premio Sajarov a la libertad de pensamiento y el Tribunal Europeo de Derechos Humanos falló en su favor. El Gobierno turco, sin embargo, ignoró la sentencia, y en mayo del año pasado volvió a condenarla a otros 10 años, esta vez por “distribuir propaganda radical”. El hecho de que prosiga la persecución a los kurdos, pese a la muy cacareada política gubernamental de apertura para mejorar las relaciones con la principal minoría étnica del país, sirve para ilustrar la engañosa forma en la que el AKP se presenta ante Occidente como una fuerza progresista y modernizadora.
Hay otras cosas, aparte de palabras en kurdo, que no se pueden decir en Turquía. Según el artículo 301, promulgado por el Gobierno del AKP en 2005, es ilegal insultar a “la nación turca” (la versión original de la norma declaraba ilegal cualquier insulto a la “turquidad”). El 301 es intrínsecamente vago, lo que brinda al Gobierno amplio margen para procesar a quien desee. La ocasión más (tristemente) célebre en que se ha empleado dicho artículo ha sido el caso Orhan Pamuk. El delito del Nobel de Literatura fue reconocer la existencia del genocidio armenio en una entrevista que concedió en 2006 a una revista suiza. Los cargos contra él fueron retirados tras una masiva presión internacional, pero el artículo en cuestión ha sido empleado contra mucha más gente.
Ankara ha dedicado enormes sumas de dinero y gran cantidad de capital político a su campaña contra el reconocimiento del genocidio armenio (especialmente en Estados Unidos), que está en el origen de uno de los más trágicos casos de procesamiento por el artículo 301. El periodista turco-armenio Hrant Dink fue asesinado en 2007 por un nacionalista turco después de haber sido juzgado y condenado por hablar del genocidio. Su condena fue considerada un factor crucial para desencadenar la histeria colectiva que condujo a su asesinato. “Hemos matado a un hombre”, dijo Pamuk, “cuyas ideas no podíamos aceptar”. Otro periodista, Temel Demirer, fue juzgado por el 301 por decir que Dink “no fue asesinado por ser armenio, sino porque reconoció el genocidio armenio”. La condena a tres años de prisión de Demirer fue suspendida, pero no revocada. El año pasado un tribunal declaró inocentes a 19 personas acusadas de estar implicadas en un complot gubernamental para asesinar a Dink. Este veredicto mereció una severa crítica por parte de Reporteros Sin Fronteras:
El tribunal se ha mostrado incapaz de arrojar luz sobre la complicidad existente en el seno del aparato estatal y de identificar a los cerebros [de la trama]. Nadie puede considerar que este caso está resuelto.
Los defensores del Gobierno alegan que los problemas de Turquía con su entrada en la UE y las libertades que la acompañan no pueden achacarse exclusivamente al partido gobernante. Cuando el AKP llegó al poder, en 2002, tras una victoria electoral arrolladora, lo hizo con un programa manifiestamente pro UE. Pese a que la formación destacó la importancia del islam en la sociedad turca, distinguiéndose así de la férrea tradición laica de la política nacional, hizo campaña a favor de la occidentalización y la democratización. Pero la adhesión de Turquía a la UE ha sido rechazada por fuerzas xenófobas e islamófobas europeas, según los partidarios del AKP. Esto, unido a la crisis económica que atraviesa el Viejo Continente, ha hecho que la entrada en la UE resulte menos atractiva para muchos turcos, y enfriado su entusiasmo por las reformas necesarias para ello. “El deseo turco de entrar en la UE estuvo guiado siempre fundamentalmente por intereses económicos, más que por motivos ideológicos”, declaró a Al Yazira en 2010 Birol Baskan, profesor visitante en Universidad de Georgetown. “A los turcos nunca les importó ser europeos”.
Si es así, entonces los turcófilos europeos tienen mucho que explicar. Turquía no debería respetar la libertad de prensa –o cualquier otro derecho democrático– para poder unirse a un poderoso bloque regional; debería hacerlo porque se trata de un pilar fundamental de toda sociedad democrática, la clase de sociedad que Erdogan y sus colegas insisten en haber construido en Turquía. Culpar a la UE de la indiferencia de Ankara hacia esa libertad fundamental exime a los líderes turcos de cualquier responsabilidad en la dirección que han tomado, y en la imposición de una política cada vez más brutal y represiva.
Europa ha creado una unión que, pese a sus numerosos fallos, se alza sobre principios democráticos dignos de ser promovidos en todo el mundo. Desde los Balcanes hasta el Cáucaso, el aliciente de ser miembro de la UE ha tenido un impacto innegablemente positivo. Un aspecto crucial, quizá el principal, de cualquier Estado democrático funcional es la libertad que tienen sus ciudadanos para decir lo que piensan. La UE jamás admitiría como miembro a un Estado que encarcelara a los periodistas o declarara ilegal el discurso crítico. De hecho, tales actos serían motivo de expulsión. Si el primer ministro turco no lo comprende, entonces puede que, efectivamente, el lugar de su país sea la Organización de Cooperación de Shanghái.