En gran parte de lo que actualmente se denomina el mundo islámico hay musulmanes luchando contra musulmanes, en conflictos que pueden encuadrarse en una de estas dos amplias categorías: los que enfrentan a radicales contra radicales y los que enfrentan a radicales contra moderados. El resultado de todos estos conflictos es importante.
Siria es el campo de batalla más notable. En un principio, Bashar al Asad, sátrapa del régimen que gobierna en Irán, fue desafiado por unos manifestantes pacíficos que exigían derechos y libertades fundamentales y los trató brutalmente. Hoy en día se encuentra librando un duelo a muerte con una oposición cada vez más dominada por grupos vinculados a Al Qaeda, como el Frente al Nusra.
Cuando los yihadistas masacran a otros yihadistas y ambas partes afirman estar “combatiendo por la causa de Alá”, resulta inevitable que nosotros, los infieles, sintamos cierta alegría por el mal ajeno. Pero la gente con conciencia no debería despreciar el coste humano: 70.000 hombres, mujeres y niños sirios muertos durante los últimos dos años, más de un millón de refugiados y ciudades ancestrales reducidas a escombros.
Las apuestas estratégicas están altas: el derrocamiento de Asad infligiría un duro golpe a las ambiciones hegemónicas del líder supremo iraní, Alí Jamenei. En el Líbano, el control del poder por parte de Hezbolá se debilitaría. Potenciar estas posibilidades debería ser una prioridad para los dirigentes occidentales. Seguro que los dirigentes de Irán y de Hezbolá están viendo la manera de reducir los daños.
Pese a que no podemos predecir lo que ocurrirá tras la caída del tirano sirio, sí podemos hacer planes para una serie de contingencias. Una regla que nos enseña la historia es que los que hoy disparan serán quienes mañana tomarán las decisiones; esto quiere decir que los yihadistas suníes serán los mejor situados en la era post Asad. Cuanto más, y antes, apoyemos a los antiyihadistas sirios, mejor.
Al otro lado de la frontera oriental siria, en Irak, Al Qaeda ha sido resucitada. Grupos chiíes vinculados a Irán vuelven también a estar activos. Juntos, están reavivando las discordias sectarias, que han resultado no ser fruto de la presencia estadounidense en el territorio y que tampoco se han disipado con la retirada de las tropas norteamericanas. El enfrentamiento entre chiíes y suníes no es sólo un conflicto local, producto de la reunión de diferentes grupos en unas fronteras trazadas por los europeos. Waziq al Batat, secretario general de la rama iraquí de Hezbolá (chií), amenazó recientemente con lanzar la guerra santa contra el país (suní) situado al sur, o, como Al Batat expresó de forma memorable, “el infiel y ateo régimen saudí”.
Al otro lado del Mediterráneo y del desierto del Sáhara, yihadistas vinculados a Al Qaeda conquistaron y dominaron buena parte de Mali durante diez meses. En enero, los franceses –antiguos amos coloniales– los expulsaron entre los vítores de una población local orgullosa de su historia, cultura y tradiciones, cuya más vívida expresión son las antiguas mezquitas, santuarios y bibliotecas de Tombuctú. Todo eso, y mucho más, habían tratado de destruir los yihadistas. ¿Por qué? Porque consideran que el islam africanizado es idólatra, herético y, por consiguiente, intolerable. La batalla por Mali no ha concluido; los combates continuaban a finales de marzo.
Otro campo de batalla es Túnez. En febrero, el líder de la oposición secular Chokri Belaid fue asesinado por radicales. La última semana de marzo, mi colega Thomas Joscelyn daba la noticia de que Abú Iyad al Tunisi, líder de Ansar al Sharia en Túnez –un grupo vinculado a Al Qaeda que atacó la embajada estadounidense en dicho país el 14 de septiembre de 2012–, ha amenazado con declarar la guerra al Gobierno local “hasta que caiga y se encuentre en el basurero de la historia”. La causa inmediata: el primer ministro, Alí Larayed, osó criticar a Abú Iyad y a otros yihadistas salafistas (musulmanes que pretenden vivir y luchar como los seguidores del profeta Mahoma en el siglo VII) por su “violencia” y por traficar con armas.
Larayed pertenece al partido Enahda (Renacimiento), inspirado en los Hermanos Musulmanes. Pero Joscelyn ve una fractura en su seno: a un lado se encontrarían los islamistas, encabezados por el cofundador del partido, Rachid al Ganuchi, quienes, pese a no ser yihadistas salafistas, en absoluto se muestran contrarios a sus objetivos. En el otro bando estarían Larayed y otros cuantos que reconocen, al menos, que Al Qaeda y grupos similares no ofrecen más que sangre, opresión y grupos salafistas de vigilancia parapolicial, fenómeno que, como escribe otro colega, Daveed Gartenstein-Ross,
ya se ha extendido enormemente y afecta a un amplio espectro de la sociedad tunecina (…) Uno de los aspectos abordados por estos vigilantes salafistas en su pretensión de controlar el ámbito religioso ha sido la detección de prácticas islámicas consideradas desviacionistas. Un santuario sufí de la pequeña localidad de Akuda, unos 135 kilómetros al sur de Túnez, fue incendiado por los salafistas en enero, el 35º ataque de esa clase en siete meses.
En Pakistán, la violencia entre musulmanes se ha vuelto crónica, y comprende los ataques contra ahmadíes (musulmanes considerados herejes por, entre otros, el Gobierno paquistaní) y contra la minoría chií. Hace poco una bomba mató a más de 80 personas en el distrito del mercado de Queta; el grupo radical suní Lashkar e Jhangvi reivindicó la autoría del atentado.
El novelista paquistaní Mohsin Hamid escribió recientemente en el New York Times: “En el corazón de los problemas de Pakistán se encuentra el enaltecimiento de los radicales”. En eso acierta, pero prosiguió culpando a “la tensa relación con la India” y añadió:
Se fomentó a los radicales como contrapeso, para hacer a Pakistán más seguro frente a un enemigo mucho mayor.
¿De verdad? Libia no tiene problemas con la India ni con ninguno de sus vecinos, pero miembros del Gobierno libio, empezando por el primer ministro, Alí Zidan, antiguo abogado especializado en Derechos Humanos y diplomático, han estado recibiendo amenazas de muerte procedentes del mundo radical. Uno de los ayudantes de Zidan fue secuestrado durante el último fin de semana de marzo.
Miles de libios se han atrevido a manifestarse contra grupos yihadistas, y en septiembre incluso asaltaron el cuartel general de Ansar al Sharia, la milicia implicada en el atentado que mató al embajador estadounidense y a tres de sus compatriotas. Algunos manifestantes libios clamaban: “¡Terroristas, cobardes, volved a Afganistán!”.
En Egipto hay manifestaciones todos los días contra los intentos del presidente Morsi de reemplazar un régimen autoritario laico por uno religioso. Militantes de los Hermanos Musulmanes han respondido con una violencia letal. En 2012 la referida organización arrasó en las elecciones universitarias egipcias. En cambio, el mes pasado fue derrotada de forma contundente.
Esto resulta alentador, aunque sin apoyo del exterior resulta difícil imaginar que los moderados logren imponerse a los radicales, en Egipto o en cualquier otro lugar.
En cuanto a las guerras entre radicales, lo mejor sería que perdieran todos los contendientes, pero ese resultado es poco probable.
Foundation for Defense of Democracies