El fallido intento de golpe en Turquía despertó unos sentimientos hacia Recep Tayyip Erdogan que apenas conocíamos entre las comunidades musulmanas suníes del Líbano y Siria. De repente, Turquía se convirtió en “la roca suní donde se apoyan, y cuyo posible colapso les aterra”, como me escribió un amigo al observar las manifestaciones que se desencadenaron en las ciudades suníes de todo el Líbano, y al leer apasionados comentarios de libaneses y sirios en las redes sociales.
Habitantes suníes de la norteña ciudad libanesa de Trípoli, Bedawi y Minieh, la Bekaa y la ciudad meridional de Sidón, sobre todo de partidos islámicos, llenaron las calles con manifestaciones de júbilo que celebraban la victoria de Erdogan sobre los conspiradores golpistas. El impulso de llenar las calles se vio amplificado por las manifestaciones previas (prematuras) en las zonas controladas por Hezbolá para celebrar la desaparición de Erdogan, con disparos al aire y reparto de dulces por las calles.
Lo cierto es que el presidente turco no es ningún desconocido para ambos países y sus comunidades suníes.
En 2010, en su visita de dos días al Líbano, fue recibido con cordialidad y excitación, especialmente entre los suníes. Sus paradas incluyeron una en la localidad septentrional de Al Kawashra, a unas tres horas en coche de Beirut, la capital, donde miles de turcomanos suníes le dieron igualmente la bienvenida; se trata libaneses de etnia turca que viven en zonas del Líbano, Siria, Irak e Irán desde el siglo XI.
La visita generó más entusiasmo suní al coincidir con una fuerte tensión entre el Líbano y Siria, así como entre los suníes y los chiíes libaneses, ya que se estaba a la espera de la sentencia del Tribunal Especial para el Líbano (TEL) sobre el asesinato del primer ministro Rafik al Hariri, muerto por la tremenda explosión de un coche bomba el 14 de febrero de 2005. Entonces corrieron rumores –que resultaron ser ciertos– de que se inculparía a una serie de miembros de Hezbolá, la milicia libanesa respaldada por Irán.
Antes y después de esa única visita al Líbano, Erdogan era un invitado frecuente en Damasco. Entre 2004 y 2011 visitó Siria diez veces, que fueron el origen y la traducción de un realineamiento estratégico en las relaciones entre ambos países.
A pesar de la condición alauita del régimen de los Asad, Erdogan ejercía una formidable atracción entre los sirios suníes, con cuya comunidad burguesa y empresarial los Asad habían forjado un matrimonio de conveniencia que mantuvo activa a Siria hasta la revolución de marzo de 2011.
Sin embargo, en los cinco años siguientes, Erdogan se ha ido convirtiendo cada vez más en un héroe para los suníes partidarios de la revolución siria. Turquía es, con alrededor de tres millones de sirios, el hogar de la mayor diáspora siria. A principios de julio, Erdogan anunció que los refugiados sirios “cualificados” (léase ricos y capacitados) residentes en Turquía podrían obtener la nacionalidad, pese a la oposición de la inmensa mayoría de la opinión pública turca.
Por otra parte, Turquía, que comparte frontera con Siria, ha sido el principal punto de entrada de armas, combatientes y alimentos para diversas facciones revolucionarias, incluido el ISIS.
Vale la pena señalar que, aunque la euforia fuera de Levante por la supervivencia de Erdogan ha sido más visible entre los afiliados de la Hermandad Musulmana, se puede decir sin temor a errores que hay mucha más en Siria, el Líbano y el resto de la región. En esta parte del mundo islámico no hace falta militar en o ser partidario de la Hermandad para simpatizar con Erdogan. En una región donde rigen las políticas sectarias de identidad, el déficit de líderes suníes deja a los suníes pocas opciones –o ninguna– fuera del presidente de Turquía.
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