Contextos

El problema es Erdogan

Por Lee Smith 

Recep Tayyip Erdogan, presidente de Turquía.
"Resulta curioso que a los turcos les haya llevado tanto tiempo descubrir lo que gran parte del mundo ha sabido desde que Erdogan llegara al poder, en 2003: que es un rigorista vanidoso e impaciente que espera que el mundo se incline ante su voluntad, y que patalea y se pone rojo de ira cuando no lo hace""A muchos turcos les gusta el hecho de que Erdogan les anime a estar orgullosos de ser musulmanes. Pero no les gusta ser gobernados por decreto"

Dos semanas de protestas en toda Turquía, que han dejado cuatro muertos y más de cinco mil heridos, han hecho preguntarse a los observadores si el primer ministro, Recep Tayyip Erdogan, afronta una Primavera Turca. ¿El mandatario islamista está capeando una crisis similar a la que sacó a los manifestantes a las calles hace dos años, enfrentó a pueblos entre sí y, en algunos casos destacados, derribó a dictadores?

La respuesta breve es “no”. Pese al excesivo uso de la fuerza policial, Turquía es todavía una auténtica democracia –aun imperfecta–, en la que el debate político, la opinión pública y, como muestran las manifestaciones, el consentimiento de los gobernados son centrales para el funcionamiento del sistema. Las manifestaciones representan algo así como una corrección de trayectoria, en la que la nave del Estado trata de enderezarse a sí misma pese a que el capitán intenta encallarla. El problema no es Turquía, ni el partido gobernante, el AKP; tampoco lo es, de forma más general, el islamismo. El problema es el propio Erdogan. 

Resulta curioso que a los turcos les haya llevado tanto tiempo descubrir lo que gran parte del mundo ha sabido desde que Erdogan llegara al poder, en 2003: que es un rigorista vanidoso e impaciente que espera que el mundo se incline ante su voluntad, y que patalea y se pone rojo de ira cuando no lo hace. El hombre días atrás amenazó a los manifestantes y los acusó de estar confabulados con conspiradores extranjeros es el mismo primer ministro que, hace tres años, abandonó indignado la cumbre de Davos tras gritarle al presidente israelí, Simón Peres, y liquidar él solo la alianza estratégica de Ankara con Jerusalén. El Erdogan que defiende la causa de Hamás es el mismo hombre que ha socavado el poder judicial para poder encarcelar a sus enemigos –incluyendo a la antigua cúpula militar– y que ha enviado a prisión a más periodistas que China o Irán. El aspirante a líder del mundo suní que llama al sionismo crimen contra la Humanidad es el mismo primer ministro que incita a la división y que da a un puente el nombre de un sultán otomano del siglo XVI famoso por masacrar a decenas de miles de miembros de la minoría aleví. Parece que por fin los turcos se han dado cuenta de la catadura de Erdogan.

Las protestas comenzaron a finales de mayo, cuando un pequeño grupo de ecologistas se manifestó  en contra de la destrucción del parque Gezi, en la plaza Taksim de Estambul. El parque es una de las pocas zonas verdes que quedan en una ciudad de 13 millones y medio de habitantes y en pleno crecimiento, gracias, en buena medida, a un prolongado boom económico que ha sido la principal fuente del éxito de Erdogan en toda Turquía. El plan era pavimentar el parque y construir un centro comercial, para lo cual se recurriría a una empresa que, al parecer, está vinculada al partido de Erdogan. Después de que la Policía empleara duras tácticas para desalojar a los aproximadamente 50 manifestantes que había en la plaza, las manifestaciones comenzaron a crecer exponencialmente, con decenas de miles de personas desafiando los gases lacrimógenos y los cañones de agua. A finales de la primera semana de este mes, los manifestantes habían tomado las calles en 78 ciudades y millones de turcos estaban comenzando a ser conscientes de que también ellos estaban descontentos con Erdogan. 

En las grandes ciudades como Estambul y Ankara, y en centros turísticos como Esmirna (Izmir) o Bodrum, en las que hay altas concentraciones de liberales y laicos, puede que lo que hiciera que la gente saliera a la calle a protestar contra Erdogan fueran medidas como la ley que establece zonas de restricción para la venta de alcohol, la prohibición de publicidad de bebidas alcohólicas,  los intentos de ilegalizar el aborto y otras intrusiones en decisiones privadas. Lo que resultó una sorpresa fue que, incluso en las regiones más conservadoras de Anatolia, en las que el AKP tradicionalmente cuenta con un amplio apoyo, la gente se manifestó en contra del primer ministro.

Puede que a los manifestantes no les gustara el hecho de que estuviera negociando su propio acuerdo de paz con el Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK), un grupo que lleva tres décadas combatiendo contra el Estado en un conflicto que se ha cobrado miles de vidas. O puede que no aprobaran la política siria de Erdogan, que ha puesto Turquía rumbo a una guerra contra un peligroso vecino, inundado el sur con cientos de miles de refugiados y hecho que el país sea vulnerable a ataques terroristas como los registrados en Reyhanli el mes pasado, en los que murieron 51 personas. (En esa ocasión, en vez de visitar la localidad para mostrar su solidaridad con las víctimas, Erdogan fue a Washington para pedirle a Obama que armara a los rebeldes sirios, a quienes muchos turcos consideran causantes de su sufrimiento). Cada cual puede  encontrar un motivo para que le desagrade Erdogan, pero lo que a los turcos les gusta menos de él es su estilo: es un autócrata que toma decisiones sin consultar a nadie.

“La gente por fin ha dicho basta”, afirma Tolga Tanis, corresponsal en Washington del diario turco Hürriyet. “Erdogan siempre siente que necesita ganar, quedar por encima de sus oponentes. Ésta es la primera vez que lo desafían, y su carisma ha quedado dañado”. El problema, dice Tanis, es que hay pocos contrapesos que hagan que el primer ministro siga siendo honrado. “Las manifestaciones son los únicos mecanismos de control sobre él; demuestran la debilidad de la oposición política”.

Es decir, si el Partido Republicano Popular (CHP) fuera capaz de presentar una alternativa plausible al AKP y obligara así a Erdogan a llegar a acuerdos, no sería necesario que los turcos llevaran sus quejas a la calle. Pero, con él al frente, el AKP ha ganado tres elecciones seguidas, y es poco probable que afronte demasiados problemas para repetir en 2015. Sin embargo, puede que, pese a sus denodados esfuerzos, para entonces Erdogan no salga en la foto.

Como según las normas del partido no puede presentarse para un cuarto mandato como primer ministro, Erdogan quiere convertir el sistema parlamentario turco en uno presidencialista, investir al presidente de más poderes de los que ahora tiene en la mano y presentarse a jefe del Estado en 2014. Para conseguir los votos necesarios para reformar la Constitución ha estado cortejando a los kurdos y negociando con el líder del Partido de los Trabajadores del Kurdistán, Abdalá Öcalan, que sigue en la cárcel. El público se muestra alarmado ante los intentos de Erdogan de llegar a un acuerdo con quien, para muchos turcos, es un terrorista. También lo está el místico Fetulá Gülen, un poderoso hombre de negocios que quizá tenga tanto poder desde su exilio en Pensilvania como Erdogan desde Ankara.

El movimiento de Gülen, formado por profesionales de clase media que ocupan puestos clave en el sistema educativo, la Policía y el Poder Judicial, resultó fundamental para el ascenso del AKP, pero durante los últimos años Erdogan y Gülen no han mantenido buenas relaciones. Las manifestaciones de la plaza Taksim pueden haber proporcionado a los miembros del movimiento más margen para poder maniobrar contra Erdogan y rehacer el partido a su propia imagen.

Uno de los instrumentos de los que podrían valerse es el presidente Abdalá Gül, que ha ofrecido la cara más moderada del AKP durante las protestas y de quien se cree que está más en línea con la gente de Gülen. Gül se ha mostrado conciliador, ha dicho a los manifestantes que su mensaje ha sido recibido y ha pedido a la Policía que evite un uso excesivo de la fuerza. Por otra parte, el desafío de Erdogán está dividiendo al AKP y perjudicando, quizá incluso arruinando, sus oportunidades para presentarse al reforzado cargo de presidente en 2014.

Erdogan quiere dejar su sello personal en la república turca, quizá de forma tan señalada como el fundador del país, Mustafá Kemal Atatürk. Pero mientras muchos turcos temían que este voluble populista pudiera reemplazar el kemalismo y su legado de nacionalismo turco y laicismo con el islamismo y el neo-otomanismo, resulta que no ha sabido interpretar en qué consistía el atractivo de Atatürk y ha adoptado sus peores rasgos. A muchos turcos les gusta el hecho de que Erdogan les anime a estar orgullosos de ser musulmanes. Pero no les gusta ser gobernados por decreto. 

The Weekly Standard