El 23 de marzo de 2006 John J. Mearsheimer y Stephen M. Walt publicaron en la London Review of Books un artículo, titulado “El lobby israelí”, en el que examinaban la relación entre Israel y EEUU desde la Guerra de los Seis Días. Según estos autores, dicha relación había sido moldeada por el lobby israelí –un conglomerado de organizaciones, think tanks, periodistas y académicos– y las consecuencias habían sido nefastas para los intereses americanos e israelíes.
El artículo suscitó tal polémica que los autores no dudaron en ampliar su trabajo y convertirlo en un libro, que atizó aun más la controversia. De hecho, como recalcó The New York Review of Books,
desde que la revista ‘Foreign Affairs’ publicó “El choque de civilizaciones” de Huntington, ningún ensayo había tenido un impacto así.
El libro de marras, El lobby israelí y la política exterior de los Estados Unidos, parece, en principio, un trabajo pulcro y profesional. No sería para menos: Mearsheimer ocupa la Cátedra de Ciencia Política de la Universidad de Chicago y Walt la de Asuntos Internacionales en la John F. Kennedy School of Government de la Universidad de Harvard. Sin embargo, un antiguo compañero de este último, Martin Kalb,exdirector de Programas de la misma institución, afirmó que la obra no reunía los requisitos de calidad básicos de la investigación académica, mientras que David Gergen, del mismo centro –y asesor de los presidentes Nixon, Ford, Reagan y Clinton–, escribió que lo contenido en esas páginas chocaba frontalmente con lo que había visto él en el Despacho Oval.
Pasando la página académica, el libro contiene afirmaciones rotundas que deben ser aceptadas porque no tienen nada de extraño ni conspiranoico. Aunque en Europa, y menos en España, no estemos acostumbrados a los grupos de presión, en EEUU forman parte del engranaje de la democracia. Por otro lado, Walt y Mearsheimer ponen una capa de pintura intelectual y académica a los mitos de siempre, esos que han oscurecido no sólo la historia del conflicto entre israelíes y palestinos, también la historia de Occidente.
Los autores recalcan que lo que diferencia al lobby israelí –se cuidan mucho de decir “judío”, ya que, entre otras cosas, lo conforman muchos no judíos– de otros como el agrario, el del acero, el del petróleo o el de las armas es su eficacia incuestionable y su forma de operar, transparente y dentro de la legalidad. La premisa de Morry Amitay, quien fue mandamás del Aipac, se cumple: «Emplead las tácticas tradicionales de la democracia».
El lobby, pues, tiene motivos para sacar pecho. Si influye en el Congreso es porque ha conseguido hacer bien su trabajo, y ni siquiera Mearsheimer y Walt niegan su buena praxis. Incluso huyen de las acusaciones de doble lealtad propias de Los Protocolos de los Sabios de Sión y juzgan loables y correctas declaraciones como las de Malcolm Hoenlein, director de la Conferencia de Presidentes –la organización judía más importante de EEUU, por detrás del Aipac–, que dijo: «Se puede decir sin temor a equivocarse que los judíos se cuentan entre los más patriotas y leales ciudadanos estadounidenses». Asimismo, Mearsheimer y Walt no abogan por una ruptura de relaciones entre ambos países, ni por la desaparición del lobby. Y sostienen que si Israel estuviera en peligro, los EEUU deberían acudir en su ayuda.
Una vez filtrado lo anterior, ha de decirse que, conforme avanzamos por sus páginas, parece que el lobby israelí, y a la cabeza el Aipac, tiene arrinconado al Congreso de los EEUU de tal forma que parece que el país más poderoso del planeta se pliega a las exigencias israelíes sin rechistar. Esbozan una relación en la cual EEUU siempre da sin recibir nada a cambio, y encima sale mal parado. Todo un despropósito si atendemos a ciertos hechos incuestionables.
En este sentido, en 2011 Robert D. Blackwill y Walter B. Slocombe publicaron un informe sencillo y claro, titulado «Israel: un activo estratégico para los EEUU», sobre los intereses comunes de ambos países y sobre los beneficios que ha traído dicha relación especial a los EEUU, en el que listaban una serie de contribuciones israelíes a los intereses americanos. Todo lo contrario se desprende del texto de Mearsheimer y Walt, que de hecho afirman que Israel se ha convertido en una carga económica y diplomática para EEUU.
Si vamos un poco más atrás en la historia obtenemos un ejemplo clarificador. Volvamos a 1991, a esas imágenes lejanas y nocturnas, en las que todo tenía color verde fósforo, cuando los misiles iraquíes Scud caían sobre Tel Aviv y Haifa y el Gobierno de Israel, liderado por un halcón como Isaac Shamir, no hizo nada: a petición de la Casa Blanca, se abstuvo de responder para no quebrar la coalición internacional que atacaba a Sadam Husein.
En El lobby israelí encontramos afirmaciones que nos echan hacia atrás en la silla, como ésta: “Israel tiene un serio problema con el terrorismo, pero es en gran medida consecuencia de la colonización de los Territorios Ocupados”; o con minimizaciones de la amenaza nuclear iraní y la acusación explícita de que
el lobby ha contribuido a fortalecer la posición de los iraníes más radicales.
Sin contar con que, explícitamente, se acusa al lobby de haber instigado la invasión de Irak en 2003.
Tras la publicación del libro, la cosa fue a peor. Como nos hizo ver Jeffrey Goldberg, el mismo Mearsheimer recomendó nada más y nada menos que a Gilad Atzmon, un israelí que se califica a sí mismo de self-hater, que es apologeta de Hitler y un revisionista del Holocausto. Walt, por su parte, participó el año pasado en una conferencia en la que abogaba por la solución del Estado binacional, es decir, por la desaparición de Israel. El tufillo llega alto.
Si eso que los autores llaman “el lobby” –como ellos mismos detallan, son organizaciones e individuos que no están coordinadas ni responden a los mismos objetivos– ha conseguido que Israel reciba un grandísimo apoyo diplomático, militar y económico de EEUU, es que ha hecho bien su trabajo, y por ello sus integrantes deben estar orgullosos. Time considera que Aipac es el tercer lobby más influyente en el Gobierno: esa era la idea, ¿no? Es legítimo, y sano para la democracia, que los autores se cuestionen los beneficios o problemas que ha traído la actividad del lobby en los despachos del poder en Washington. Pero si lo hacen en un libro caótico, lleno de acusaciones con débiles fundamentos, y además luego se dedican a promocionar a personajes nada limpios o a acudir a conferencias que son un despropósito para la paz y para los intereses que dicen defender, toda autoridad a criticar o derecho a analizar se evapora.
Algunos, como Alan Dershowitz, han calificado este libro de libelo. Sin llegar a ser tal cosa, es cierto que se trata de papel mojado, porque, en lo referente a hacer efectivas sus pretensiones, fracasa estrepitosamente.
Como conclusión, la mejor es la que aportó Leonard Fein, de la nada sospechosa Americans for Peace Now –hermana de la israelí Shalom Ajshav–. Walt le envió una carta pidiéndole su opinión sobre el libro y Fein, contundente, le respondió, entre otras cosas, lo siguiente:
Metodológicamente, el libro es un desastre, con pequeñas verdades desconectadas entre sí, como si en su conjunto constituyeran una gran verdad; confía en gran medida en fuentes secundarias, tales como recortes de periódicos y columnas de opinión, todo plagado de contradicciones internas; también deja fuera grandes porciones de la historia, ignorando en particular el muy real sentido de la vulnerabilidad de Israel y la profundidad de los malos deseos que sus vecinos le profesan.
Tocado y hundido.
John Mearsheimer y Stephen Walt: El lobby israelí. Taurus, Madrid, 2007, 616 páginas.