Incluso mientras todas las miradas están puestas en Egipto y en las disputas, cada vez más violentas, que están dividiendo a su sociedad, la guerra civil de la región, en Siria, sigue ardiendo. El pasado quince de agosto, el conflicto, que ya dura dos años y medio, alcanzó de nuevo al vecino Líbano, cuando una bomba estalló en los suburbios del sur de Beirut, controlados por Hezbolá, causando 27 muertos y cientos de heridos. Quien reivindicó el atentado, el segundo que se produce en la Dahiye en un mes, fue un grupo desconocido hasta entonces, la Brigada de Aisha, Madre de los Creyentes: una organización islamista suní que, casi con toda seguridad, actuaba por cuenta de los rebeldes sirios. El mensaje para Hezbolá estaba claro: si combatís del lado de las fuerzas de Bashar al Asad en Siria, llevaremos la guerra hasta vuestros hogares en el Líbano.
La explosión tenía como objetivo a civiles, dijo el secretario general de Hezbolá, Hasán Nasrala, que distinguía así entre la comunidad chií, en general, y los miembros de su partido. “Los atacantes querían causar una gran pérdida de vidas entre mujeres, niños y población”, explicó. Aquí el dirigente se aparta un poco del mensaje. Como suelen argumentar el Partido de Dios y sus partidarios, Hezbolá no es sólo una milicia con combatientes, armas y dinero, o un partido que representa a la comunidad chií del Líbano: es un modo de vida. Según sostiene Amal Saad Gorayeb, un estudioso de Oriente Medio que expone consistentemente la línea seguida por Hezbolá, éste “ es una comunidad, son gente que se basa en un movimiento de base popular”. Si es así, entonces no hay civiles en esa comunidad, y todos, “mujeres, niños y población” son un objetivo legítimo.
Por supuesto, eso no es exactamente lo que pretendía Hezbolá al oscurecer las líneas entre el partido y el resto de la comunidad chií. Como escribía recientemente Tony Badran, investigador de la Fundación para la Defensa de las Democracias, “difuminar toda distinción entre partido y comunidad es, precisamente, la que Hezbolá suponía que sería la mejor forma de protegerse. Ha tenido claro desde hace mucho tiempo que integrar a los chiíes -y, en un sentido más amplio, al Líbano- en su denominado proyecto de resistencia está en el centro de su estrategia”.
La idea es que, al usar a la comunidad chií en particular, y al Líbano en general, como escudo humano, Hezbolá puede disuadir a sus enemigos, como escribe Badran “sin sentir ninguna preocupación ni por la población ni por el país entero”. Funcionó en 2006, cuando, después de llevar a la nación a la guerra contra Israel, la Administración Bush consiguió que Naciones Unidas emitiera una orden de alto el fuego para proteger al Líbano de una devastación mayor, y evitar que cayera el Gobierno de Fuad Siniora, aliado de Estados Unidos.
Pero lo que funcionó hace siete años ya no es factible. Como explica Badran, Israel aceptó, en efecto, “la decisión de Hezbolá de convertir pueblos libaneses en instalaciones militares”, y contraatacó con la doctrina de la Dahiye, según la cual declaró que, en cualquier próximo enfrentamiento contra la organización, todo el Líbano sería considerado territorio de Hezbolá, y sería arrasado. En la operación de ayer, los atacantes emplearon una versión de esa doctrina, al tratar a la comunidad chií, a civiles, como si fueran indistinguibles de Hezbolá.
La cuestión para la comunidad chií es si pretende seguir sirviendo de carne de cañón para proteger la apuesta iraní por la supervivencia de Asad. Hasta ahora parece que siguen impertérritos, como informa Maya Gebeilly, de Now Líbano, desde el lugar del atentado . “Sólo Dios sabe si habrá más explosiones”, dijo uno de los residentes. “No tenemos miedo”. Queda por ver durante cuánto tiempo la comunidad seguirá de forma inquebrantable de parte de Hezbolá, porque habrá otras explosiones. El atentado de hace unos días simplemente subraya el hecho de que, pese a su cacareada reputación de poseer una “estructura organizativa” y una seguridad inviolable, la organización y las regiones a las que protege nominalmente son muy vulnerables. Si el equivalente islamista a una banda de garaje puede llevar a cabo una operación en pleno centro neurálgico de Hezbolá, en la que mueren decenas de personas, entonces sólo es cuestión de tiempo que la sangre empiece a desbordarse.
El atentado de ayer también plantea una curiosa cuestión para la Administración Obama y a la comunidad de inteligencia norteamericana. Si, como informaba Mitchell Prothero el mes pasado, la CIA avisó a Hezbolá, a través de la inteligencia militar libanesa, de un inminente ataque de Al Qaeda, ¿qué pasa con el atentado de ayer? Si uno formara parte de la dirección del partido, se estaría preguntando: ¿Es que los americanos no sabían lo que se cocía? ¿O lo sabían y querían que ocurriera? ¿Qué respondemos?
Si usted es estadounidense, probablemente se esté preguntando qué demonios hace la CIA aconsejando a un reconocido grupo terrorista extranjero. Por qué, si la Administración Obama ha brindado su apoyo, de forma retórica (si no militar), a los rebeldes sirios, el servicio secreto estadounidense está socorriendo a un grupo que tiene mucha sangre americana en las manos, de forma reciente gracias a los esfuerzos de Alí Musa Daqduq, que asesinó a militares norteamericanos en Irak.
Si verdaderamente la CIA está ayudando a Hezbolá, es porque la Casa Blanca no tiene una estrategia coherente para Oriente Medio.
“Cuando no hay una verdadera política respecto a un país, a una comunidad o a una crisis, vemos que el papel de los servicios de inteligencia se vuelve más importante”, afirma el activista chií independiente Lokman Slim, residente en Beirut, quien añade:
La quiebra de la política de la Administración respecto a Siria y el Líbano conduce a un papel mayor de los servicios de inteligencia, lo que hace más probable la posibilidad de una cooperación entre un servicio norteamericano cualquiera y Hezbolá.
En otras palabras, sin una dirección desde arriba, es decir, del presidente y de su Gabinete de Seguridad Nacional, la comunidad de inteligencia puede perseguir sus propios intereses y señalar sus propias prioridades. Y para la CIA, ésa es Al Qaeda, según el subdirector saliente Michael Morrell.
Éste explicaba hace dos semanas, en una entrevista para el Wall Street Journal, que Siria ahora supone la mayor amenaza para la seguridad nacional estadounidense: “Probablemente, hoy en día es la cuestión mundial más importante, dado hacia dónde se encamina”. El riesgo, según considera él, es que “el Gobierno sirio, que posee armas químicas y otro armamento avanzado, colapse y el país se convierta en el nuevo refugio de Al Qaeda, en vez de Pakistán”.
Desde este punto de vista, la CIA no tendría problemas en colaborar con Hezbolá para frustrar operaciones de islamistas suníes contra la organización libanesa, porque considera que la cuestión fundamental es Al Qaeda, no ella… ni el país que patrocina al Partido de Dios y que marcha hacia la consecución de un programa de armas nucleares. Según Morrell, Irán es la amenaza número dos.
En efecto, las afirmaciones del antiguo número dos de la CIA muestran que, pese a la retórica de la Administración respecto Irán, según la cual Obama tiene una política de prevención, no de contención del programa de armas nucleares de Teherán, en realidad no hay ninguna estrategia de la Casa Blanca para enfrentarse al programa regional iraní. Así, siguiendo a un presidente que confunde ataques de drones contra extremistas musulmanes con una política para Oriente Medio, la CIA se ha marcado sus propias prioridades, e Irán es una preocupación de segunda categoría. Al Qaeda es la presa principal. Una bomba iraní no es tan peligrosa como una banda de fanáticos suníes con coches bomba que vuelan aldeas iraníes en medio del Líbano.