Tras dos guerras fallidas para extender la democracia y una turbia Primavera Árabe, Norteamérica ha relajado al fin la presión democratizadora sobre sus aliados. Hoy, un Washington radicalmente pragmático se ha dado cuenta de que el historial de derechos humanos y de libertad de prensa (en Turquía, Egipto, Arabia Saudí, y puede que dentro de poco también en Irán) no es algo que forje o rompa alianzas.
Por eso llama la atención la campaña estadounidense contra la ejecución por Arabia Saudí de 47 de sus ciudadanos. Si Washington protestara contra la pena de muerte por principio, ello no cuadraría con las 27 ejecuciones que se llevaron a cabo en Estados Unidos en 2015. Si la objeción fuera que Riad mató a disidentes, Estados Unidos suele hacer lo mismo enviando la muerte desde lo alto, sin el correspondiente proceso judicial, sobre terroristas de todo el mundo.
Así que Estados Unidos no tiene problema alguno con la pena capital per se, lo que hace que la protesta contra la citada ejecución saudí sea de naturaleza política y resulte problemática desde el punto de vista estratégico.
El conflicto entre Arabia Saudí e Irán no es entre suníes y chiíes como tales, sino más bien un enfrentamiento entre un Estado y una revolución.
La República Islámica de Irán fue creación de su fundador, el ayatolá Jomeini, y también tomó prestadas ideas marxistas que circulaban entre los disidentes, como demuestra la obra literaria de revolucionarios como Alí Shariati. Los revolucionarios iraníes convirtieron el lema marxista “Proletarios del mundo, uníos» en «Oprimidos del mundo, uníos». Husein, el tercer imán chií, asesinado en Kerbala en el 680, acontecimiento conmemorado cada año, se convirtió en símbolo de esos oprimidos.
El islamismo iraní es similar al comunismo. Irán cree en la expansión de su versión del islam mediante actores no estatales o milicias populares, creadas según el modelo de sus fuerzas Basij y Pasdarán (la Guardia Revolucionaria Islámica).
Así como el Líder Supremo y la Guardia Revolucionaria se imponen al presidente y al Ejército regular iraníes, la República Islámica se ha ocupado de que en el Líbano Hezbolá sea más fuerte que el Estado y el Ejército.
Irán también ha implantado en Irak su modelo de Estado-milicia mediante la creación, equipamiento y financiación de grupos que pueden imponerse al Estado y al Ejército. Y desde el inicio de la revolución siria Teherán ha provisto generosamente de dinero, armas y adiestramiento a milicias de nueva creación que, sin duda, sustituirán o al menos socavarán al presidente Bashar al Asad y a su régimen, en el caso de que la alianza entre éste y los iraníes perdure.
Por su parte, Arabia Saudí sigue el modelo de nación-Estado y lucha por reforzar a los Gobiernos vecinos.
Tras el asesinato del primer ministro libanés Rafik Hariri, prosaudí, Riad invirtió en la creación de un Tribunal de Naciones Unidas que procesara a cinco agentes de Hezbolá, que siguen libres, desafiantes y bajo la protección de su partido.
Tras la guerra de 2006, mientras Irán llenaba las sacas de los chiíes libaneses, Arabia Saudí depositó 300 millones de dólares en el Banco Central para apuntalar las reservas de divisas del Líbano y proteger la moneda nacional del colapso.
Tras el estallido de la revolución siria, en 2011, terroristas islamistas atacaron barrios chiíes de Beirut. La respuesta de Irán fue redoblar la lucha de Hezbolá en Siria. Por su parte, Arabia Saudí donó 3.000 millones de dólares al Ejército libanés para la compra de armas francesas.
En Irak, mientras Irán reforzaba sus milicias chiíes, que combaten contra el ISIS y contra los suníes, Arabia Saudí reabrió la semana pasada su embajada en Bagdad por primera vez en 25 años. Después de que Washington respondiera por él, ahora Riad apuesta por el primer ministro Abadi y por el Estado iraquí, en la confianza de que ambos puedan someter a las milicias iraníes y restauren la soberanía nacional.
En el Yemen, donde la milicia proiraní huzi ha tomado Saná y expulsado al Ejecutivo de Mansur, Arabia Saudí ha enviado su Ejército para controlar a los insurgentes y reinstaurar el Gobierno.
La política saudí llama la atención únicamente en Siria, al apoyar a elementos armados de la oposición. Pero sólo dio ese paso después de haber hecho malabarismos para resolver la crisis por la vía diplomática.
Arabia Saudí se dirigió primero a la Liga Árabe, luego a la Asamblea General de Naciones Unidas, dado que Rusia había bloqueado el Consejo de Seguridad. Pese a todos sus esfuerzos, a los saudíes no les quedó más que una opción: armar a los sirios que se defienden de las atrocidades de Asad, ataques químicos incluidos.
Aun así, presionada por Washington, que claramente prefiere que gane Asad, Arabia Saudí ha armado a facciones de la oposición de forma mínima y contenida.
Cuando Washington dijo que Arabia Saudí no debería haber ejecutado a aquel clérigo chií saudí, en la práctica estaba ayudando a Irán a exportar su revolución islámica. Si Riad tiene que tener en cuenta la postura de Teherán sobre el trato que da a sus ciudadanos chiíes, entonces la soberanía saudí se verá socavada en beneficio del panchiismo.
Si Riad no hubiera ejecutado a Nimr, al margen de lo repugnante de la pena capital, habría sentado un precedente: cada vez que quisiera tratar con sus ciudadanos chiíes, antes tendría que acudir a Teherán. Semejante dinámica aseguraría la posición de Irán como líder internacional de todos los chiíes, lo mismo que la Unión Soviética se consideraba a sí misma patrocinadora de todos los comunistas del mundo.
Antes de que el Gobierno y los principales medios estadounidenses se enojen por las deplorables ejecuciones de ciudadanos saudíes y se pongan de parte de Irán, será mejor que comprendan en lo que se están metiendo.
© Versión original (en inglés): NOW
© Versión en español: Revista El Medio