La rama libia del Estado Islámico masacró a 21 cristianos egipcios el pasado fin de semana. Un verdugo, que blandía un cuchillo, hizo avanzar a los cautivos, atados y con los ojos vendados, hasta una playa, donde, ante una cámara, les dijo: “Para vosotros, cruzados, la seguridad es algo que sólo podéis desear”, y los decapitó. El Gobierno egipcio respondió de inmediato y atacó posiciones del Estado Islámico en la ciudad de Derna, cerca de la frontera, sobre las que se lanzaron al menos dos oleadas de ataques aéreos.
Los cristianos egipcios de Libia no son cruzados, ni mucho menos. Al igual que los emigrantes mejicanos en Estados Unidos, dejan atrás unas condiciones desesperadas en busca de trabajo. No es que el Estado Islámico vaya jamás a considerarlo de ese modo; bajo su punto de vista, todos los cristianos del planeta, incluidos los laicos, son cruzados que no merecen más que la muerte.
Un portavoz militar egipcio declaró por televisión:
Vengar la sangre egipcia y castigar a criminales y asesinos es nuestro derecho y nuestro deber.
Vengar la sangre egipcia, como dijo, no basta para detener al Estado Islámico, pero además hay algo, más profundo, que resulta alentador en la respuesta de El Cairo: un ejercito musulmán está bombardeando a unos musulmanes para vengar a unos cristianos asesinados. ¿Cuántos de nosotros habríamos esperado eso después de que la Primavera Islámica se fuera por la borda y de que, durante un breve periodo, ésta llevara a los Hermanos Musulmanes al poder?
Egipto lleva en urgencias desde que Gamal Abdel Naser y sus denominados oficiales libres derrocaran al rey Faruk en 1952, pero posee algo con lo que no cuentan la mayoría de países árabes: una identidad nacional coherente, por encima de sectas y de tribus. El país está dividido por odios sectarios, a veces violentos, y su minoría cristiana lleva mucho tiempo sin sentirse precisamente cómoda, pero, con todo, la nación está unida por una memoria histórica común que se remonta a la época de los faraones.
No es –ni ha sido nunca– propenso a las guerras civiles, como lo son Irak y Siria. El Nilo y su delta en el Mediterráneo están lo bastante lejos de vecinos potencialmente peligrosos como para que puedan arraigar el sentido de la seguridad y el de comunidad, al menos en las épocas buenas. Por su parte, Irak está encajonado entre grandes potencias imperialistas, sobre todo persas y turcos, y está tan abierto y carente de defensas como Rusia.
La exploradora británica Freya Stark escribió durante la Segunda Guerra Mundial:
Mientras que Egipto está situado de forma paralela a las rutas del tráfico humano, pacíficamente, desde sus tiempos más remotos Irak ha sido una provincia fronteriza, perpendicular y hostil a los caminos predestinados del hombre.
En su extraordinaria obra The Revenge of Geography (“La venganza de la geografía”), Robert Kaplan añadía:
Mesopotamia estaba atravesada por una de las rutas de migración más sangrientas de la historia; como consecuencia de ello, se enfrentaba a hombre contra hombre y se engendraba pesimismo (…) Fuera con los reyes persas aqueménidas Darío y Jerjes, que gobernaron Babilonia, con las hordas mongolas que posteriormente cayeron sobre la región y la invadieron, o con el longevo Imperio Otomano que desapareció con la Primera Guerra Mundial, la de Irak ha sido una trágica historia de ocupación. El Tigris y el Éufrates, que atraviesan el país, han sido desde hace mucho una zona de frontera en la que diversos grupos, a menudo residuos de esas ocupaciones extranjeras, chocaban y se superponían.
La problemática ingobernabilidad crónica de Irak lo convierte en una perfecta incubadora para el Estado Islámico. Tampoco Libia posee una identidad nacional coherente; ni siquiera tiene un Gobierno nacional que lo sea. Pero Egipto, pese a su condición disfuncional, aparentemente perpetua, es un genuino Estado nacional. La probabilidad de que en un futuro inmediato se convierta en una teocracia como Irán, o en un caso de desmembramiento cismático, como Siria e Irak, es baja. En parte porque las Fuerzas Armadas son la institución más poderosa y menos disfuncional del país, pero también –e igual de importante– porque la mayoría de los cristianos y de los musulmanes egipcios sienten al menos cierto grado de vinculación mutua, aunque esos sentimientos a veces se olviden y queden ocultos.
No hay nada como una brutal masacre para recordarle a la gente corriente que tiene cosas en común con los demás que nunca deberían darse por sentadas. La visión que el Estado Islámico tiene del mundo es genocida, sin duda. Musulmanes chiíes, cristianos, yazidíes, alauitas, judíos y suníes que no sean lo bastante ortodoxos se encontrarán en fosas comunes si alguna vez son capturados o sometidos a ocupación. Ni siquiera los cooperantes están a salvo. Cientos de miles de musulmanes suníes ya han tenido que huir de las matanzas del EI en Siria e Irak. Estén o no al corriente de ello los egipcios corrientes, sus militares desde luego que lo están. Se lo aseguro.
No es que Egipto sea el único país amenazado por la expansión del Estado Islámico en Libia, ni mucho menos. Tras decapitar a 21 cristianos, el hombre del vídeo de la masacre apuntó a Europa con el cuchillo y dijo:
Conquistaremos Roma, si Alá lo permite.
El EI no conquistará Roma. Es imposible. Ni siquiera Rusia, con su formidable poderío, podría conquistarla en un futuro inmediato. Pero puede que el Estado Islámico sea lo bastante sanguinario e iluso como para intentarlo. Desde luego que puede provocar el caos; sus partidarios ya lo han hecho en París y en Copenhague, y también podrían haber conseguido algo similar en Bélgica si la policía no hubiera llevado a cabo afortunadas redadas nocturnas durante el mes de enero.
En cambio, Libia es un completo caos. El Estado Islámico ocupó toda la ciudad de Derna, con más de 100.000 habitantes, el pasado noviembre. Ha creado campamentos de entrenamiento por todo el país. Controla emisoras de radio y de televisión en Sirte. Sus siniestros agentes organizan patrullas de la moral en la capital. Y se vanagloriaba de una oleada de atentados terroristas en todo el territorio antes incluso de que emitieran su película snuff durante el fin de semana pasado.
En Libia, la organización no posee un verdadero ejército convencional, como los que tiene en Siria e Irak, pero hasta hace poco el EI no era más que una presencia vaga y elusiva incluso en esos países. Por lo tanto, sí, Libia (o al menos partes de ella) bien podría ser conquistada por el Estado Islámico. Ya hay zonas que lo han sido.
El Ejército egipcio es enorme y puntero (para los estándares de Oriente Medio). Si hay algún país árabe que se pudiera volver a convertir en mini-superpotencia regional, ése sería Egipto. No necesariamente en una potencia benigna, pero tampoco sería completamente hostil a los intereses estadounidenses. No si lo gobiernan los militares.
Pese a todos los fallos de su líder golpista, el general Abdel Fatah al Sisi –que, sin duda, es un bruto mucho mayor que Hosni Mubarak–, éste al menos no apoyará al EI en un futuro inmediato, ni siquiera de forma implícita absteniéndose de actuar. Si los musulmanes y los cristianos egipcios pueden arreglar sus diferencias al menos cuando se enfrentan a monstruos como el Estado Islámico, Washington y El Cairo deberían poder cerrar la brecha posterior al golpe, por lo menos en parte. No sería la primera vez que un enemigo monstruoso inspiraba una alianza complicada, ni tampoco la última.