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Dueños de su propio destino (y 2)

Por Joshua Muravchik 

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"Un ejemplo más importante de lo que Karsh llama 'la supremacía de las dinámicas autóctonas en los asuntos de Oriente Medio, y los límites de la influencia de las superpotencias', fue la revolución de 1979, ante la cual la Administración Carter demostró no solo su incapacidad, también su desorientación""El interminable historial de torpezas americanas en Oriente Medio ha llegado a su apoteosis con la presidencia de Barack Obama. Karsh enumera los ridículos extremos a los que han llegado el presidente y su Administración para evitar utilizar la palabra 'musulmán' en relación con cualquier acto de terror o declaración extremista"

Esta imprudente decisión [la intervención del Imperio Otomano en la contienda] extendió la I Guerra Mundial a Oriente Medio, dando lugar a la Declaración Balfour de 1917, que creó el marco para el futuro nacimiento de Israel y que fue el origen de un siglo de enfrentamientos entre judíos y árabes en Tierra Santa. Karsh relata las presiones de los árabes, que obligaron a los británicos a abandonar rápidamente la política de Balfour y a convertirse en los principales opositores –en vano– al proyecto sionista. Tras dos décadas de frustración, Londres devolvió su mandato a la recién creada Naciones Unidas, que definió el plan para dividir Palestina en 1947. Pero Naciones Unidas, consagrada al propósito de mantener la paz, resultó inútil a la hora de evitar una guerra árabe contra el naciente Estado de Israel. Esto supuso el primer indicio de que este nuevo organismo internacional, diseñado para superar los errores estructurales de su predecesora, la Sociedad de Naciones, no iba a ser menos impotente. Las líneas de armisticio de 1949 dejaron la conclusión de que esta primera guerra árabe-israelí hacía que el mapa de particiones de la ONU careciera de sentido para siempre. La acción fue impulsada casi enteramente por los actores sobre el terreno.

Esto estableció una pauta que se ha mantenido durante los casi 70 años siguientes. Escribe Karsh: «Ninguna disputa regional ha atraído una intervención más larga y sostenida que el conflicto árabe-israelí, y pocos conflictos han sido más impermeables a la influencia externa». Señala que los hitos en las relaciones entre las dos partes se han logrado al margen, incluso a pesar, de las febriles intervenciones diplomáticas desde el extranjero. Karsh pone como ejemplo, con interesantes detalles, los pasos que llevaron a la trascendental visita del presidente de Egipto Anuar Sadat a Israel en 1977, señalando que la motivación de Sadat era, en parte, adelantarse a la diplomacia de la Administración Carter, mal planificada. Carter y su equipo tenían el objetivo de celebrar una conferencia de paz colectiva en la que todos los árabes habrían constituido un único bloque. Sadat lo comprendió enseguida, a diferencia de ellos: dicha delegación sería rehén de sus miembros más hostiles. Si a Carter hay que reconocerle en este sentido los resultados fortuitos de sus torpezas, uno se pregunta si al presidente Obama se le sumará un reconocimiento similar en caso de que Israel y Arabia Saudí logren reconciliarse gracias a su común aborrecimiento de la obstinada política de apaciguamiento de Obama respecto a Irán.

Los Acuerdos de Oslo de 1993 entre Israel y la OLP también se prepararon a espaldas de Washington, aunque se solemnizaran en una ceremonia en los jardines de la Casa Blanca. Después los norteamericanos asumieron el control, esperando orquestar el siguiente paso, una resolución final del conflicto israelí-palestino. Sus esfuerzos, como los complementarios por parte de los europeos, han resultado en vano.

Un ejemplo más importante de lo que Karsh llama «la supremacía de las dinámicas autóctonas en los asuntos de Oriente Medio, y los límites de la influencia de las superpotencias», fue la revolución de 1979, ante la cual la Administración Carter demostró no solo su incapacidad, también su desorientación. A medida que la revuelta cobró fuerza, los diplomáticos norteamericanos en Irán expresaron su seguridad de que el sah estaba firme en su trono, interpretación errónea que el presidente Carter glosaba con su unción característica: “Irán es una isla de estabilidad”, le dijo al tambaleante monarca en un brindis al comienzo del año 1978, debido “al respeto (…) admiración y afecto que le profesa su pueblo”. Cuando el absurdo de todo esto se hizo evidente, el informe interno de la embajada americana decía:

No hay que preocuparse, el líder de la revolución, el ayatolá Jomeini, es una figura tipo Gandhi.

Teherán no fue, sin embargo, el único destino de Oriente Medio en el que los representantes americanos se equivocaron al interpretar el panorama local. Más recientemente, cuando se empezó a desentrañar el conflicto de Siria, el embajador de EEUU en Damasco hizo una reconfortante valoración:

Asad no es Gadafi. Hay pocas probabilidades de atrocidades masivas. El régimen sirio responderá a los desafíos con agresividad, pero intentará minimizar el uso de fuerzas letales.

Como muestran estas mentiras, Karsh es hábil con las citas elocuentes, como la siguiente, que presagia una larga historia de frialdad hacia Israel en los pasillos del Departamento de Estado. En respuesta a la Declaración de Balfour, el secretario Robert Lansing informó a Wilson de que su departamento se oponía a “entregar el absoluto control de la Tierra Santa a la raza a la que se atribuye la muerte de Cristo”.

El interminable historial de torpezas americanas en Oriente Medio ha llegado a su apoteosis con la presidencia de Barack Obama. Karsh enumera los ridículos extremos a los que han llegado el presidente y su Administración para evitar utilizar la palabra musulmán en relación con cualquier acto de terror o declaración extremista. Su aversión a siquiera reconocer el fenómeno del islamismo la ejemplifican el testimonio del director nacional de Inteligencia, James Clapper, de que los Hermanos Musulmanes es una organización “mayoritariamente laica” y los propios devaneos del presidente con el turco Recep Tayyip Erdogan, al que el entorno de Obama se ha referido como el líder extranjero favorito de éste.

El clarividente escepticismo con que Karsh analiza la política de Oriente Medio es menos diáfano cuando vuelve la vista sobre la Unión Soviética. Caracteriza varias veces las acciones del Kremlin como defensivas –desde su implicación en el mundo árabe a la invasión de Afganistán–. Mientras que las grandes ambiciones del ayatolá Jomeini se presentan de manera descarnada, Karsh parece pensar que los líderes soviéticos no albergaban objetivos parecidos. Llega a la conclusión de que la derrota de las fuerzas soviéticas en Afganistán, que desencadenó la quiebra del Estado y el imperio soviéticos, fue una «victoria pírrica» para América, como si los islamistas de hoy representaran una amenaza a Occidente equivalente a la de la URSS, cuyo volumen de arsenal exterminador superaba al nuestro.

Pese a ello, el libro de Karsh es contundente y convincente. The New York Times publicó en agosto un largo artículo en portada sobre tres adolescentes musulmanas nacidas en Gran Bretaña que se habían escapado de sus casas para unirse al Estado Islámico en Siria. La reportera del Times, Katrin Bennhold, atribuía en parte su conducta a su victimización: el trío se había visto “sacudido por una creciente hostilidad hacia el islam y por los fuertes recortes que habían afectado a las mujeres y a los jóvenes en comunidades obreras como las suyas”. Dicho de otro modo, su decisión de ofrecer sus cuerpos y almas a la banda de asesinos y violadores más sanguinaria del mundo es en cierto sentido culpa de la sociedad británica. Ante este pensamiento flácido, el libro de Karsh es un bálsamo que se agradece. Su mensaje es sencillamente que los éxitos y fracasos, las locuras y los crímenes del mundo musulmán, como los de cualquier otra parte del mundo, son primero y ante todo de su cosecha.

Efraim Karsh, The Tail Wags the Dog, Bloomsbury, 2015, 256 páginas.

© Versión original (en inglés): Commentary.
© Versión en español: Revista El Medio