El movimiento Boicot, Desinversión y Sanciones (BDS), que ha tenido una actuación tan desafortunada en el festival de música reggae de Benicàssim, revela muchas más cosas acerca de sus promotores y seguidores que del asunto del que pretende ocuparse.
Se puede, claro está, estar en desacuerdo con la política de Israel en Cisjordania, en particular con los asentamientos. Y se puede pensar –es aún más fácil– que la política exterior del Estado de Israel no contribuye a mejorar las cosas. Otra cosa es que la respuesta pase por el intento de boicotear el Estado más libre y democrático de Oriente Medio, con todo el peso histórico y cultural que Israel tiene para el resto de las democracias liberales, en particular las europeas.
Y sin embargo, es precisamente ahí donde conviene buscar la razón de ser del BDS, aparecido en 2005 y, según el mítico relato fundacional, por iniciativa de la sociedad civil palestina, cuya existencia es más que conveniente poner, como mínimo, entre paréntesis. En realidad, el BDS responde a una demanda existente en las democracias occidentales: la de una causa que diera sentido a una izquierda que después del descrédito del socialismo real, la caída del Muro de Berlín y la crisis de la socialdemocracia en los noventa andaba sin rumbo.
Este es el sentido político del BDS, que ha ido propagándose en estos años hasta alcanzar, en algunos casos, los despachos gubernamentales. El terreno donde prendió antes fue en las universidades, que en teoría (es decir, hace mucho tiempo) son instituciones dedicadas a perpetuar la ilustración, la tolerancia y el humanismo. Desde los años setenta, sin embargo, son muchas las universidades europeas y norteamericanas dedicadas a la búsqueda de motivos que devuelvan a la revolución –o a la Historia– un sentido, alguna forma de atractivo. Uno de esos motivos ha sido Israel, lo que resulta significativo de la evolución de la izquierda occidental, que ha pasado de posiciones pro judías y pro Israel hasta el actual rechazo, con obsesiones racistas, como las del BDS, con todo su cortejo de dobles varas de medir.
Desde los años 80, Israel se ha ido convirtiendo en la viva imagen de la globalización, lo que ha dado nueva vida a los tópicos más estereotipados acerca del judío: despiadado, sin patria, elitista. Al mismo tiempo, el Estado de Israel propicia el revival de una actitud antiimperialista en una época en que los países democráticos, preocupados más bien por la porosidad de sus fronteras, carecen de cualquier ambición expansionista: se habla de “territorios ocupados”, de poblaciones “sojuzgadas”, de “apartheid” racial…
Israel se convierte así en la fantasía que permite revivir la era de la inocencia ideológica, la de los grandes sueños intactos que han sido transmitidos a los jóvenes de hoy en día por profesores que nunca aceptaron el descrédito del socialismo real ni la caída del Muro de Berlín.
Con la crisis económica de 2008, han vuelto también los fantasmas nacionalpopulistas que recurren a la exaltación de la soberanía nacional en peligro (como está en peligro, supuestamente, la identidad de la nación) para promocionar su propia agenda. Y es bien sabido el papel que suele desempeñar, al menos en el populismo europeo, el judío: el de chivo expiatorio, sobre el cual recaerá el castigo por todas las frustraciones y el miedo que genera una situación de incertidumbre.