Agatha Christie es una de las escritoras más leídas en el mundo y sus novelas han sido adaptadas al teatro, el cine y la televisión. Pocos serán quienes no puedan citar siquiera una obra suya. Y, sin embargo, su vida privada es, para la mayoría de la gente, un misterio. Por ejemplo, no muchos saben que Agatha Christie pasó buena parte de su vida en Oriente Medio y que era una enamorada de aquellas tierras y de sus gentes.
Cuesta imaginarse a la escritora, que en las fotos de la época aparece como una apacible dama típicamente británica, durmiendo en tiendas de campaña en medio del desierto, alojándose en hoteles de lo más peculiar en pueblos perdidos de Siria o en una casa de adobe con pocas comodidades. Pero lo cierto es que así vivió durante varias décadas, y lo disfrutó enormemente.
El romance de Agatha con Oriente comenzó de forma poco prometedora: tras un tormentoso divorcio en 1928 que, para colmo de males, la había situado en el centro de la atención pública (para una mujer tímida e insegura como ella, aquello fue un suplicio), la escritora deseaba cambiar de aires, ir a un lugar donde no la conociera nadie y pudiera descansar y recuperarse. Ver cosas nuevas y, sobre todo, descubrir que ella, que siempre había dependido de su familia o de su marido, podía valerse por sí misma. Decidida en un principio a viajar al Caribe, cambió de planes después de que unos amigos le hablaran de Bagdad en una cena, sobre todo cuando le comentaron que podría realizar parte del trayecto hasta allí en el Orient Express: poder viajar en él era uno de sus sueños.
Así pues, Agatha Christie partió en el mítico tren, que se convertiría en un compañero habitual en el futuro, incluso en escenario de uno de sus libros, rumbo a Bagdad. Una vez allí se vio atrapada por la vida de la comunidad británica, que residía en la colonia de Alwiya, a las afueras de la capital iraquí. Aquel ambiente típicamente inglés, con sus partidos de tenis, su té de las cinco y su completo aislamiento de los nativos, era justo lo que Agatha no deseaba, y, no sin esfuerzo, logró librarse de él. Por suerte, halló la excusa perfecta para escapar de sus amables y aburridos anfitriones: la habían invitado a visitar el famoso yacimiento de Ur, pues Katherine, la esposa del director de la excavación, el arqueólogo Leonard Woolley, era una de sus más entusiastas lectoras. Esa visita fue lo que cambiaría definitivamente su vida.
Agatha disfrutó enormemente de la visita a la excavación, donde recibió el trato de una celebridad; se enamoró del desierto y del gran zigurat, disfrutaba viendo el ajetreo de los trabajadores, la emoción que rodeaba cada hallazgo… Para su alegría, la invitaron a regresar en la temporada siguiente. Antes de volver a Inglaterra pudo visitar, esta vez lejos del ambiente colonial, Bagdad, ciudad a la que regresaría muchas más veces en el futuro y donde incluso compraría una casa.
Al año siguiente, en Ur, la escritora conocería al ayudante de Leonard Woolley, Max Mallowan. Pronto trabarían amistad. Mallowan era un joven inteligente, cuyo carácter, tranquilo y silencioso, encajaba perfectamente con la timidez e inseguridad de la autora (aborrecía tener que aparecer en público y sentía pánico cuando tenía que pronunciar discursos o ser el centro de atención). La dominante Katherine Woolley decidió que sería una buena idea que Mallowan acompañara a Agatha en un recorrido por varios lugares de interés del país y, sin tener en cuenta los planes que ambos pudieran tener trazados de antemano, organizó el viaje. Pese a los temores de Christie de que el joven arqueólogo pudiera no sentir entusiasmo alguno por tener que acompañar a la amiga de sus jefes después de una larga y agotadora temporada de excavaciones, lo cierto es que éste se mostró encantado y el viaje fue un éxito, pese a su dureza: había que madrugar, atravesar el desierto en coche durante horas, con calor asfixiante y arena que se colaba por todas partes. Las visitas a los yacimientos también eran agotadoras: recorrían excavación tras excavación, a veces separadas por kilómetros, en medio de la nada. Por suerte Max, con sus explicaciones pausadas e inteligentes, hacía que todo resultara interesante y valiera la pena.
Se alojaban donde podían: en las viviendas de los arqueólogos en el yacimiento, en estaciones de tren, incluso pasaron una noche en un puesto de policía, a falta de un lugar mejor donde dormir. Disfrutaron como chiquillos durante esos días: cantaban en el coche, se detenían donde les apetecía, disfrutaban de la belleza del amanecer en el desierto… En una ocasión el vehículo se quedó atascado en la arena. Costó horas sacarlo de allí. Mientras Mallowan y el conductor se afanaban con palas y palancas, Agatha, tranquilamente, se apartó para no resultar un estorbo, se acostó a la sombra del coche e hizo uso de una de sus mayores habilidades: poder dormirse en cualquier momento y lugar. Fue entonces, confesaría el arqueólogo años más tarde, cuando decidió que la escritora sería una excelente esposa para él: ningún reproche, ninguna queja, ningún “es todo culpa tuya, jamás saldremos de aquí”.
Lo cierto es que Agatha Christie, que hasta entonces había llevado una existencia de lo más cómoda, tranquila y carente de emoción, disfrutaba enormemente de todo lo que estaba viviendo: la incertidumbre, lo desconocido, el ritmo de vida completamente distinto que hay en Oriente. Se adaptó perfectamente a su nuevo entorno: tenía ganas de aprender, odiaba causar molestias, no era nada quisquillosa con las comidas, rara vez se alteraba y tenía mucha paciencia. Mallowan estaba en lo cierto: sería una esposa perfecta para él, con ese entusiasmo recién descubierto por la arqueología, el desierto y la vida en un yacimiento.
Pero no sospechaba ni remotamente que Mallowan albergara semejantes ideas cuando, pocos meses después, invitó a su nuevo amigo a que las visitara –a ella y a su hija– en su casa de Devon. Para la escritora significaba tan solo un agradable reencuentro y una forma de no perder contacto con Max, por lo que se quedó sin habla cuando, el segundo día de su estancia, le pidió que se casara con él. Pese a sus reticencias, debidas sobre todo a la diferencia de edad –ella era catorce años mayor– finalmente accedió y así comenzó su nueva vida como esposa de un arqueólogo.
A partir de entonces, y durante más de treinta años, los viajes a Oriente Medio serían una constante. En marzo de 1931, tras meses de separación, el matrimonio Mallowan se reunió en Ur después de que Max concluyera la temporada de excavaciones, y en vez de regresar directamente a Inglaterra decidieron hacer un largo viaje por Persia, que maravilló a la escritora; sobre todo Isfahán, a la que consideró desde entonces la ciudad más bella del mundo.
La propia Agatha se sorprendía cuando, años más tarde, al escribir su biografía, recordaba la cantidad de lugares maravillosos que había visitado, sobre todo en una época en la que los viajes no eran tan corrientes ni cómodos como en la actualidad. En Oriente, rememoraba, el tiempo fluye con otro ritmo, no hay horarios fijos ni certezas: puede que el tren que debía llegar a las tres llegue a las seis, a las ocho o al cabo de dos días. En medio del desierto no hay carreteras, los uadis se inundan cuando menos te lo esperas, y un viaje que se supone que iba a durar dos horas acaba durando doce. Pero la belleza de los paisajes, la sensación de libertad, la aventura que suponía cada día hacían que todo valiera la pena.
Pese a ser una mujer sin formación académica alguna (como era habitual para las niñas de la época, se educó en casa con varias institutrices, y recibió una formación que hoy consideraríamos bastante básica), la escritora participó activamente en varias de las excavaciones arqueológicas más importantes del momento, lo que para ella era un motivo de orgullo. Aparte de en Ur, Agatha estuvo acompañando a su marido en el yacimiento de Nínive, dirigido por Campbell Thompson, en varias excavaciones más pequeñas en Irak y Siria ya dirigidas por su esposo y, finalmente, en Nimrud, el mayor logro de Mallowan: volvió a excavar en esta antigua capital militar de los asirios, descubierta por Layard en el siglo XIX, y cuyos restos hoy podemos admirar en diversas instituciones, como el Museo Británico. Allí se exhibe una de las mejores colecciones de marfiles de la Antigüedad, magníficamente conservados gracias, en buena medida, al trabajo de Agatha, reconocido por el Museo en una exposición que, hace pocos años, dedicó a la escritora y su relación con la arqueología.
Así es: la famosa autora no se limitaba a ser la esposa del jefe de la expedición, a llevar la casa, dirigir el servicio y dedicarse a escribir novelas en sus ratos libres, sino que se implicaba enormemente en el trabajo de la excavación: acudía a diario al yacimiento, donde seguía las explicaciones de su marido y de sus colaboradores; ayudaba a clasificar los hallazgos; recomponía piezas de cerámica; usaba su propia crema facial para limpiar los delicados marfiles (en lo que pronto se hizo un experta), aprendió a dibujar a escala para colaborar en la catalogación de las piezas y se convirtió en fotógrafa oficial de las excavaciones. Se entusiasmó con esta tarea; tanto, que se matriculó en una escuela profesional para mejorar su técnica y aprender a revelar y ampliar los negativos. A menudo tenía que realizar estas tareas en cuartos oscuros que no eran más que un agujero en la pared o un cuartucho minúsculo y asfixiante, pero lo hacía llena de entusiasmo y buen humor. Parecía haber nacido para trabajar en un yacimiento y, como su marido le señaló en una ocasión, llegó a ser una de las personas con más conocimientos sobre cerámica prehistórica.
Naturalmente, durante esos años Agatha no descuidó su faceta de escritora. Aunque a menudo no disponía para su trabajo ni siquiera de una mesa en condiciones, muchas de sus novelas las escribió en las viviendas que ocupaba durante las expediciones, y no pocas de ellas transcurren en Oriente Medio: Muerte en Mesopotamia, que se desarrolla enteramente en una excavación arqueológica; Cita con la muerte, en Petra; Muerte en el Nilo, en Egipto; Intriga en Bagdad; Destino desconocido, ambientada en el desierto; historias cortas como La casa de Shiraz… Pero la novela que realmente representó un reto para ella y que supuso toda una novedad fue La venganza de Nofret, ambientada en el Antiguo Egipto. Para escribirla se basó en un hallazgo arqueológico de la época, una colección de cartas escritas por un sacerdote Ka de la XI Dinastía. Es una de sus mejores obras. Para su elaboración se documentó exhaustivamente y contó con el inestimable asesoramiento de su amigo egiptólógo Stephen Glanville.
Ahora bien, la obra que mejor recoge el amor de Agatha Christie por Oriente Medio no es ninguna de estas novelas sino un librito titulado Ven y dime cómo vives. Escrito en plena Segunda Guerra Mundial, en medio de las ruinas de Londres, es un compendio de memorias felices de los días pasados en Siria, donde los Mallowan trabajaron a mediados de los años treinta. En aquel entonces la situación de inestabilidad política en Irak hizo que muchos arqueólogos tuvieran que abandonar las excavaciones y se trasladaran a la vecina Siria. Ven y dime como vives nos muestra cómo era el día a día en Chagar Bazar y Tell Brak, dos de los yacimientos prehistóricos en los que trabajó el matrimonio durante esos años. Es un libro delicioso, en el que Agatha evoca las alegrías de la vida en Siria, la belleza del desierto, las dificultades para vencer los innumerables obstáculos organizativos y burocráticos, narradas con tanto humor que es imposible no sonreír al leer, por ejemplo, las peripecias necesarias para encontrar un conductor que no destroce el vetusto camión de la expedición, una reliquia de la Primera Guerra Mundial, o las argucias del jeque local, que trata de obtener el mayor beneficio posible de la excavación de sus tierras: siempre les recibe con grandes muestras de afecto, llama a Max “hermano” e insiste en que es un hombre pobre que no quiere oír hablar de pagos entre “hermanos”… para acto seguido mencionar, como de pasada, las cantidades fabulosas de oro que espera recibir.
Agatha es una formidable narradora, pero donde más destaca su talento es a la hora de retratar a las personas. Con pocos detalles podemos imaginar perfectamente cómo eran sus compañeros de expedición, los arqueólogos y arquitectos que compartieron esos años con los Mallowan, adaptándose mejor o peor a la vida en Oriente Medio. La mayoría de ellos siguieron siendo amigos del matrimonio toda la vida; uno de ellos, el arquitecto Robin Macartney, incluso ilustró las cubiertas de algunas de las novelas de la escritora.
Los Mallowan ofrecían unas condiciones de trabajo extremadamente ventajosas, por lo que los habitantes de los lugares donde excavaban enseguida acudían para trabajar en el yacimiento, atraídos por la buena paga y el trato cordial, incluso familiar, que recibían. En la excavación, proclamaba Max, todos eran iguales; no toleraba peleas, disputas, robos ni faltas de respeto; el día de descanso se acordaba de forma que no coincidiera con el de ninguna religión en particular para que no hubiera favoritismos y, en caso de disputa, todos se sometían a lo que dictaminara Mallowan. Agatha compartía con su esposo el amor por aquellas tierras y sus gentes. Con qué cariño y respeto retrata en Ven y dime cómo vives y en su autobiografía a árabes, kurdos, circasianos, libaneses, armenios… y hasta a los yazidíes, una secta de adoradores del diablo cuyo santuario visitaron: uno de los lugares más bellos y pacíficos que recordaba haber conocido nunca. El cariño era mutuo: los trabajadores volvían a trabajar con ellos año tras año, y algunos incluso se fueron con ellos a Inglaterra para formar parte de su servicio doméstico.
Durante los años de la guerra nuestra autora volvería a menudo en su imaginación a aquellos tiempos felices en Siria e Irak, a la vida sencilla en el desierto, a sus gentes… Ansiaba poder volver cuando todo hubiera acabado; y lo logró, en 1948, cuando comenzaron las excavaciones en Nimrud. A ellas dedicarían diez intensos años, que serían la culminación de la carrera de Max Mallowan, posteriormente nombrado caballero por la reina Isabel por su contribución a la arqueología. Años de trabajo, llenos de esfuerzo y recompensas, que Agatha siempre recordaría como los más felices de su vida.
Agatha Christie comenzó a escribir su biografía, a mediados de los años 50, en su casa de Nimrud. Lo hizo en su propio despacho –¡por fin tenía una habitación para poder escribir en condiciones!–, en cuya puerta colgaba una tablilla con caracteres cuneiformes en la que ponía Beit Agatha, “la casa de Agatha”. Sí, Oriente fue su casa. Una casa a la que amó y en la que fue amada, en la que vivió una segunda juventud por la que siempre se sintió agradecida, como podemos comprobar al leer las últimas palabras del epílogo de Ven y dime cómo vives:
Amo ese generoso y fértil país y a sus gentes sencillas, que saben reír y gozar de la vida (…) Inshallah, volveré, y las cosas que amo no habrán perecido en esta tierra…